Miguel Amorós, El morbo filosófico…, 2015

…o la funesta manía de pensar
en la época de la reproductivilidad técnica

“La historia es el heraldo que invita al difunto a la mesa.”
Walter Benjamin.

Las ideas mueven el mundo; es más, las ideas transforman el mundo. Estas afirmaciones son tanto más verídicas a partir de la segunda mitad del siglo XVII, cuando se extendió la manía de pensar entre la gente instruida y tuvo lugar un proceso de racionalización que, al socavar los muros de la religión y de la costumbre, llevó a cuestionar todo tipo de autoridad tanto eclesiástica como real, toda jerarquía y, en general, todo el orden monárquico legitimado teológicamente. Sin que nadie se apercibiera demasiado, transcurría una crisis intelectual que traducía una crisis de elites. La cultura dejaba de modelarse y definirse según el interés de la dominación, y el clero, los aristócratas, los cortesanos, los académicos, etc., es decir, las clases ilustradas, se iban inclinando ante los juicios de la Razón. Podemos hablar entonces propiamente de una revolución filosófica ininterrumpida como principal rasgo de la Edad Moderna hasta mediado siglo XX, cuyos referentes señeros han sido a mi entender las obras de Baruch Spinoza (1632-1677), G. W. F. Hegel (1770-1831) y Walter Benjamin (1892-1940), no por ser las más reconocidas, sino por las más representativas.

Su contenido puede resumirse en tres ideas que constituirán el eje de los tres periodos sucesivos en que dividimos la Modernidad, a saber, el ilustrado, el burgués y el tardío, también llamado “líquido” por Zygmunt Bauman. Dichas ideas clave alrededor de las cuales la Razón moderna gravitará sucesivamente son la Naturaleza, la Historia y la Memoria, conceptos que se suprimirán y realizarán en los de Progreso, Revolución y Reparación. Las nociones tardías de Memoria y de Reparación – redención, desagravio y satisfacción-, nunca tendrán la misma trascendencia que sus predecesoras, pues las ansias de libertad se irán diluyendo en el mundo industrializado, y, el morbo filosófico, al licuarse la modernidad y apagarse su “aura”, o sea, al autodestruirse la Razón, perderá todo su mordiente. En un mundo dominado por la sinrazón capitalista la verdad es sólo un momento de la falsedad. Revelarla ya no cambia las cosas. La Razón se somete a las pautas que le marca la dominación, y el amor a la verdad, que es lo que significa la palabra “filosofía”, yace enterrado por un amasijo aleatorio de escombros especulativos con destino al mercado, sin otra función que la apología de lo existente.

La Ilustración fue fruto de esa “crisis de la conciencia europea” de la que hablaba el historiador Paul Hazard, o de una “revuelta intelectual” como decían otros, siendo la filosofía de Spinoza la columna vertebral del ala más radical e irreverente. En aquellos tiempos, una acusación de espinozista bastaba para arruinar una carrera académica, llevar un reo a la cárcel o incluso quemar al convicto en la hoguera. La reivindicación de tolerancia y libertad de pensamiento, al cuestionar el control eclesiástico de la vida intelectual, equivalía por sí misma a una confesión de naturalismo, deísmo, fatalismo, materialismo, ateismo o epicureismo, sinónimos todos de espinozismo, monstruoso crimen herético merecedor de los peores castigos así en la tierra como en el cielo. Pierre Bayle, un primer espada de la Ilustración temprana, había proclamado la incompatibilidad entre Razón y religión y la primacía de la filosofía sobre la teología, inservible ésta para encontrar el camino de la verdad. Por su parte, Spinoza declaraba a la religión absurda al afirmar que “cualquier cosa contraria a la naturaleza era contraria a la razón.” En consecuencia, “filósofo” fue otro de los epítetos forjados para señalar a quienes no compartían ni la visión celestial-aristotélica del mundo, ni el carácter divino de la ordenación tradicional de la sociedad. Spinoza fue culpable de elaborar un sistema metafísico completo y coherente, que no se detenía como Descartes ante la destrucción de los lazos entre la autoridad, la tradición y la divinidad. Lejos de tratar de acomodarse a la ideología dominante y conferir a Dios y a la Iglesia los atributos que le permitían sancionar los privilegios de la jerarquía vigente, negaba, de acuerdo con los dictados de la razón y la ciencia, la Creación, la Providencia, los milagros, las apariciones, los espectros, la existencia del Infierno, el libre albedrío, el juicio final con sus recompensas y castigos, la inmortalidad del alma, etc. Según nuestro fabricante de lentes, Dios y la Naturaleza se confundían en una sola “sustancia” infinita causa de sí misma y de todo que abarcaba toda la realidad, donde confluían en tanto que atributos suyos, materia y pensamiento. La influencia de Spinoza fue creciendo en la medida en que su “filosofía”, difundida clandestinamente por compendios como el “Tratado de los tres impostores” (Moisés, Jesucristo y Mahoma), era atacada y prohibida. Diderot, ideó una manera ingeniosa de propagarla publicando en l’Encyclopédie un artículo sintético aparentemente reprobador y condenatorio. Para los ilustrados moderados la religión desempeñaba la tarea de inducir “el vulgo” a la obediencia, por lo que era necesaria; sin embargo, en sus expresiones menos contemporizadoras, la Ilustración fusionó el mundo material y el espiritual, sometiendo a la Razón, la teología, la Iglesia, la ley y la autoridad política. Estimuló el estudio y conocimiento en todos los ámbitos, impulsando tanto las ciencias y las artes como el derecho y la teoría política, y procuró el arsenal conceptual con el que deslegitimar el despotismo absolutista y la superstición religiosa. La idea de perfectibilidad y progreso humano desarrollada por Condorcet, la de separación de poderes, expuesta por Montesquieu, y la de voluntad general, formulada por Rousseau, por citar algunas, abonaban el terreno para una gran revolución cuyo fin no era otro que “el despotismo de la libertad” (Robespierre). Ciertamente, en un mundo engañado por la religión y humillado por los reyes, sin un Dios que velase por los suyos ni vida en un Cielo a salvo de los males terrenales, tal como lo veían los ilustrados y tal como lo describía el sacerdote cartesiano Meslier en su testamento, “la humanidad no será feliz hasta que el último tirano haya sido colgado con las tripas del último cura.”

En definitiva, la Ilustración divinizó la Naturaleza y naturalizó la divinidad. La consagración de la Naturaleza liberaba a la Humanidad de los poderes del cielo o sancionados desde el cielo, pero al precio de situarla en un vacío ontológico que la explicación científica no podía colmar. La Naturaleza se colocaba frente al Hombre no como el enemigo, sino como el mudo escenario de su realización. Pero incapaz éste de encontrar su lugar en el desbordante universo desacralizado –incapaz de encontrar “el cadáver de la idea”- se volvía hacia sí mismo, hacia su pasado y hacia su acción en el tiempo. Para Hegel, el pensamiento moderno debía brotar desde un suelo panteísta pues “Para empezar a filosofar hacía falta ser espinozista; El alma tenía que bañarse en el éter de la sustancia única donde estaba inmerso todo lo considerado verdad”. No obstante, la Humanidad debía de buscar las respuestas en la Historia, el terreno específico donde podía encontrar la verdad de su ser una vez desvanecida la verdad de las alturas. El único lugar donde verdaderamente se inscribía su destino. La llamada a volver al orden natural, al estado natural de libertad representado por el “buen salvaje” o a la isonomía primitiva, para encontrarse con la Razón, había acabado en una antropologización de la Naturaleza y en una divinización de la Historia. La Revolución Francesa posibilitó ese paso. Si los ilustrados radicales concebían la Revolución como una vuelta a la “Edad de Oro” primigenia, es decir, como una restauración, en cambio, los revolucionarios eran conscientes de protagonizar un momento único que inauguraba una nueva época, un comienzo. El tiempo se dividía en un antes y un después, y así lo plasmaron en un nuevo calendario. Era tiempo histórico, orientado hacia un futuro prometedor, meta a la que la Humanidad se dirigía empujada por una fuerza avasalladora, pronto denominada necesidad histórica. La Revolución había sido fruto de esa necesidad. La Historia colocaba a la obra humana en el centro del universo, encarnación misma de la Razón en el mundo. La filosofía de Hegel disolvió todas las filosofías anteriores en la Historia, presentándose como su culminación. En la Naturaleza Dios existía fuera de si, como negatividad; en el Hombre, Dios resucita. El Hombre es el único ser histórico, el que camina hacia su realización integral a través de un tiempo lleno de sentido. La verdad histórica emerge de una serie de equivocaciones, porque el que yerra es el “Espíritu”, o sea la propia Razón. Sin embargo ésta no hallará en la Historia felicidad alguna, pues ella no entiende de moral: camina entre intereses limitados y pasiones particulares por un calvario. La Historia es trágica, puesto que en su seno se incuban y desarrollan contradicciones que no se resolverán más que en la lucha violenta. Destruye, disuelve, aniquila hasta revelar al final su sentido, cuando es medianoche y “el pájaro de Minerva” ha emprendido el vuelo. Solamente a los espectadores del macabro final les será revelado el secreto.

La filosofía de Hegel es el reflejo intelectual del triunfo de la burguesía revolucionaria. Es una especie de álgebra de la revolución burguesa. El sistema hegeliano desarrolla los principios de la nueva clase como categorías de pensamiento, mientras que las contradicciones se reconcilian en el Estado consolidado, en su caso, la monarquía constitucional fruto del consenso entre la alta burguesía y la aristocracia terrateniente. En ese sentido, es una filosofía legitimadora. Al terminar la tarea revolucionaria de la burguesía, la filosofía hegeliana se cierra en falso, concluyendo con el dominio político de la clase nacida de la economía. Sus continuadores radicales, los “Jóvenes Hegelianos”, intentarán dar la vuelta al “idealismo” especulativo de Hegel y poner su edificio sobre sus cimientos materiales, haciendo hincapié sobre el método dialéctico y no sobre el sistema. Feuerbach se propuso el descenso de la filosofía desde el reino de las “almas muertas” al de la necesidad y la miseria, “fundar la crítica de la filosofía humana sobre la crítica de la filosofía divina.” Von Cieszkowski declaraba el final de la contemplación y la puesta de la filosofía al servicio de la praxis, perfilando el programa de la burguesía radical antimonárquica. La izquierda hegeliana se enfrentaba decididamente a la autoridad política y al “opio del pueblo”. Igualmente, para Marx “los filósofos se habían limitado a interpretar el mundo, cuando lo que hay que hacer es transformarlo.” Bakunin redefinía la Historia como un combate permanente entre Reacción y Revolución. Bruno Bauer escribió, con la colaboración de Marx, un panfleto anónimo al estilo de los de la Ilustración radical, “La trompeta del juicio final contra Hegel, el ateo y el anticristo” ,donde un supuesto ultramontano denunciaba el peligro que significaba el hegelianismo al proporcionar un golpe mortal a la religión positiva, fundamento del trono y del Estado. Hegel era pues el peor de los ateos y el más subversivo de los filósofos. Por su parte, Marx añadía que a la Historia le quedaba una etapa revolucionaria por recorrer en pos de la libertad, la que iba a ser protagonizada por una clase nueva ligada a la generalización del trabajo asalariado: la clase obrera. Por su propio ser, el proletariado sería la clase universal que al derrocar el poder burgués y desarrollar las fuerzas productivas, es decir, perfeccionando el dominio sobre la naturaleza, liberaría a la Humanidad entera de la necesidad económica. Sería la clase que aboliría todas las clases. Marx fundaría su sistema, el “materialismo histórico”, en dos nociones básicas motores del cambio histórico completamente incompatibles: el desarrollo de la producción y la lucha de clases. La primera reproducía la ideología del progreso, heredada de la burguesía, mientras que la segunda postulaba una batalla postrera donde la victoria definitiva del proletariado pondría fin a la Historia, noción que recogía la aspiración de las clases oprimidas de todos los tiempos. En un primer momento, una “dictadura” de clase de acuerdo con el modelo revolucionario de La Comuna de París, es decir un autogobierno proletario antiestatista y horizontal, constituiría la forma política de su emancipación. En una sociedad sin conflicto, el Estado se volvería administración. Con el “socialismo científico”, Marx no hizo sino teorizar la aparición y desarrollo del proletariado en el ciclo de revoluciones burguesas, definiendo sus tareas de cara a su intervención final como clase revolucionaria. Pero no lo entendieron así la mayoría de sus discípulos. En la medida que el movimiento obrero se organizaba a la sombra de un partido, la crítica de Marx se convirtió en “marxismo”, la ideología rígida y cerrada de una burocracia jacobina, una especie de positivismo historicista que los mortales, sobre todo si eran obreros, debían de tragarse como un artículo de fe, confiando ciegamente en ella como si se tratara de una religión.

El fascismo puso abrupto fin al periodo de revoluciones proletarias, convirtiéndose a la fuerza en el acontecimiento central del siglo XX. El totalitarismo en sus tres modalidades -fascista, estalinista y nazi- significaba una ruptura radical tanto con la herencia burguesa e ilustrada, como con el humanismo socialista de la tradición obrera. Sus innovaciones e hitos sobrepasaron rápidamente todos los límites de la arbitrariedad y la barbarie: el aplastamiento del movimiento obrero, la hipertrofia del Estado, el partido único, la industrialización violenta, la aniquilación de poblaciones enteras en prisiones y campos de concentración, el terrorismo policial, la guerra de conquista, etc. Una clase burocrático-política funcionando verticalmente como aparato monolítico concentraba todo el poder ejecutivo, el judicial, el ideológico y el económico. Toda la vida social, pública, intelectual y privada, se volvía objeto de reglamentación administrativa. La racionalización devenía pura instrumentalización. El régimen totalitario se asemejaba a una teocracia militarista cuyos inquisidores formaban parte de un engranaje burocrático que controlaba y determinaba todos los movimientos y todas las conciencias, decidiendo minuciosamente aquello que podía subsistir y lo que estaba destinado al exterminio. Kafka supo anticipar y expresar como nadie la atmósfera burocrática en la cual el individuo desaparecía frente al aparato y lo real se volvía totalmente irracional. El pensamiento más característico de nuestra época se halla atravesado por la dolorosa experiencia del totalitarismo, espantado por la facilidad con la que se propagó el fenómeno, es decir, por “la enigmática disposición de las masas técnicamente educadas a caer en el hechizo de cualquier despotismo” (Adorno), por las complicidades múltiples que encontró, por su brutalidad mecánica y por el delirio paranoico de sus dirigentes. Autores como Arendt, Krakauer, Bloch, el mismo Adorno, Horkheimer, Marcuse, Mac Donald, Anders, Ellul, Weil, Reich, Orwell, Mumford, Debord, etc., llevan la impronta marcada por esta “crisis de la razón”. La lleva incluso Walter Benjamin, caído durante el ascenso fascista (los nazis llegaron al poder en 1933). Cierto que otros, como por ejemplo Burckhardt y Nietzsche, ya habían negado tanto la realidad de leyes históricas como el gobierno de la Razón en las realizaciones de la Historia universal, así como también la existencia de cualquier plan o finalidad en ella. Quien se postrase ante el supuesto poder de la Historia estaría dispuesto a arrodillarse ante cualquier poder establecido, puesto que de eso se trataba, de reconciliarse con los poderes del presente, justificados en tanto que necesidad histórica. Sus argumentos, expuestos desde el individualismo y el conservadurismo, no fueron tenidos en cuenta hasta que, con el primer balance del totalitarismo, hubo que revisar conceptos fundamentales de la modernidad como la Razón, el Progreso, la Historia, la Lucha de clases y la Revolución, rescatando otros como el Inconsciente, la Alienación y el Fetichismo. Entonces se pasó por el tamiz la ciencia, la tecnología, la cultura, el Estado, el trabajo, la política, la vida cotidiana y todo lo relativo a la condición alienada del individuo moderno. Ninguna teoría resistió la prueba, porque ningún sistema de pensamiento podía ya explicar racional e históricamente una época incoherente, contradictoria y aberrante, una época donde sólo lo contingente y lo irracional era real. De ninguna manera, el reino de la libertad podía nacer de la anomia social, del “gran hermano”, de la devastación y del genocidio: el “Espíritu absoluto” no podía errar hasta ese punto y seguir avanzando como si nada hacia la “bella totalidad” del comunismo o de la “sociedad abierta”.

Un intelectual singular e inclasificable como Benjamin, un outsider como Kafka cuya obra fue conocida por el público póstumamente, encarnaría la figura del pensador de la tardomodernidad mejor que cualquiera de los anteriormente mencionados, aunque cronológicamente apareciese al final del periodo precedente. Adorno dijo desdeñosamente de su trabajo que era una “filosofía del fragmento”, pero precisamente esta fragmentación definía un nuevo estilo de reflexión que, renunciando al sistema, se orientaba “en la dirección del comentario de textos particularmente significativos, en torno a los cuales pudiese cristalizar su pensamiento” (palabras de su íntimo amigo Gershom Scholem). Su contenido mitad poético y mitad sociológico, su expresión metafórica y aforística, y sobre todo, su concepción peculiar de la Historia, a la que se permitía “pasar el peine a contrapelo”, resultaba lo más adecuado para afrontar la interpretación de los materiales prehistóricos de la modernidad burguesa y desentrañar las tendencias que alumbraron el fascismo. Fue el primero en plantear la Historia como catástrofe, y el primero también en criticar en nombre de la Revolución a la ideología del Progreso -tan cara al capitalismo en todas sus vertientes, especialmente la totalitaria. Walter Benjamin no puede conceptuarse como un filósofo, un teólogo sui generis, un crítico literario, un periodista o un escritor, aunque tuvo algo de todo ello. Hannah Arendt, que lo tuvo desde el principio en gran estima, lo definió como un “alquimista practicando el arte misterioso de trasmutar los elementos fugitivos de lo real en el oro brillante y duradero de la verdad, o más bien, observando e interpretando el proceso histórico que conduce a dicha transfiguración mágica.” Benjamin no intentaba construir un sistema sino hallar un punto de confluencia de pensamientos aparentemente dispares a partir del cual enfocar cada cuestión. En su obra se entrecruzan el redentorismo judío y el materialismo marxista, una especie de anarquismo romántico como el de Landauer y la fascinación por figuras tan distintas como Fourier, Blanqui o Baudelaire. Nosotros aquí nos limitaremos principalmente a desmenuzar sus extraordinarias “Tesis sobre el concepto de la Historia”, escritas en 1940, poco antes de su suicidio en Port Bou, por ser realmente la culminación de una “crítica moderna de la modernidad”, como dice Michael Löwy. Es realmente una crítica de la artificialización de la vida, de la disolución de los vínculos sociales, de la trivialización de la existencia, del Progreso en suma, descrito irónicamente como “confianza ilimitada en la I. G. Farben” (fabricante del gas de los campos de exterminio.) En un contexto marcado por la traición de la socialdemocracia, el auge del fascismo y los procesos de Moscú, Benjamín rechaza de plano la civilización industrial para reivindicar la magia de culturas no capitalistas y los sueños liberadores de los oprimidos, algo que tiene en común con el surrealismo, “una idea radical de libertad”que parecía haberse esfumado con Bakunin. No se trata de un rechazo pasadista, sino de una configuración del presente con la irrupción salvadora de las gestas revolucionarias vencidas y olvidadas. El presente no salva al pasado regresando hacia él, sino llevándolo hacia él. Para nuestro autor, la evocación colectiva de los momentos utópicos disruptores de la continuidad histórica fecunda el presente y lo llena de sentido. Esa especie de “arqueología dialéctica” que interpreta las huellas del pasado conservadas en el presente, recreará la Historia “desformalizando” su tiempo, es decir, desmontando una estructura lineal y cuantitativa. La Historia es ante todo Memoria.

¿Benjamin, teólogo de la Historia? No era un estudioso de la religión, ni se preocupaba por la existencia o la muerte de Dios. Simplemente trata de poner al servicio del “materialismo histórico”, o sea, del marxismo rescatado de la metafísica positivista y del historicismo progresista, el espíritu mesiánico de las revoluciones. El procedimiento traerá a colación dos conceptos fundamentales, la Memoria en tanto que evocación de los momentos de desafío insurreccional, y la Redención en tanto que reparación del daño y humillación de las víctimas realizando de sus deseos frustrados. La desolación de la derrota es reparable: la batalla todavía no está perdida si la Memoria está presente. La rememoración “arranca la época al museo”; impide la clausura del pasado en una jaula de la Historia y remite al presente el mensaje mesiánico de las luchas pretéritas, no la figura de ningún Mesías. No hay más Mesías que la comunidad de los oprimidos, ni más Anticristo que la clase dominante. Benjamin emplaza a los oprimidos a no olvidarse de los suyos si quieren ganar la partida. Lo que le interesa no es la productividad, el tipo de propiedad o la forma que deberá revestir el Estado en el socialismo, sino la lucha a muerte entre los dos bandos enfrentados, el de los dirigentes y el de los dirigidos. Advierte de un peligro mayor que el olvido, a saber, la trasformación de la historia en arma de los vencedores. Y éstos lo tienen fácil, pues de ellos es el botín. Hay que neutralizar la versión oficial con la tradición irredenta de los vencidos, su herencia. La historiografía progresista establece una evolución temporal lineal y homogénea que va siempre de menos a más: más libertad, más trabajo, más desarrollo. Pero eso únicamente es el punto de vista de los vencedores. “El tiempo de la Historia no es el tiempo de la mecánica”, es un tiempo cualitativo donde se alternan los momentos llenos y vacíos sin conexión causal ni sucesión lógica: es una continuidad de discontinuidades. Para la tradición revolucionaria la norma ha sido el encadenamiento de catástrofes. El Progreso ha dejado tras de sí únicamente ruinas. El fascismo aparece entonces en la historia oficial como un fenómeno extraño, inusual, inexplicable. Para la historia “a contrapelo” es sin embargo la fórmula más moderna del estado de excepción permanente en que se hallan los dominados. No es pues un arcaísmo; es el rostro más veraz del progreso científico e industrial, que ha dejado de ocultarse.

Benjamin trató de ofrecer una nueva teoría de la Historia apoyada en una teoría del fascismo: el ángel de la historia camina hacia el futuro de espaldas, con la vista puesta en las ruinas amontonadas del pasado. La imagen es de un cuadro de Klee, “Ángelus Novus”. En la tesis VII resumía: “No hay ningún documento de cultura que a la vez no sea documento de barbarie.” Pero al contrario de lo que afirmaban Hegel y Marx, ninguna catástrofe fue necesaria, sea en forma de masacre o de crecimiento económico, ni trajo más libertad o más conciencia. No fueron medios para el advenimiento de la Razón universal o del comunismo, fruto de férreas leyes insoslayables, sino sólo ruinas, testimonios de la barbarie desarrollista de las clases dominantes. Para Benjamin no hay continuidad más que de la dominación; los momentos libertarios son sólo interrupciones. La norma, o sea, la catástrofe, solamente puede evitarse con la discontinuidad, o sea, con la Revolución. Ésta no es ninguna partera de la Historia, sino mejor “un freno de emergencia”, una interrupción brusca del Progreso, que es como decir un salto fuera de la esfera de la Industria y el Trabajo. En consecuencia, la crítica de la idea de Progreso desemboca en la de la ideología obrerista, la que terminó asfixiando al movimiento obrero llevándole a la pasividad y encadenándole a una burocracia amaestrada y derrotista. Si Benjamin encontró el modelo de la Revolución en el mito de la huelga general revolucionaria de los anarcosindicalistas (la que Rosa Luxembourg denominó “huelga de masas”), en los juegos apasionados de Fourier tropezó con la alternativa al trabajo forzoso. El agente de la Revolución no será otro que “la última clase sojuzgada” la que ha de desempeñar una función social redentora. Benjamin, influido por Lukacs y Brecht, confiaba en el proletariado desesperado de las industrias, al que creía todavía sin corromper. Lo importante era que éste tomara conciencia de su misión en una de esos inesperados cortocircuitos de la dominación que concentran en un momento dado toda la energía acumulada de las resistencias pasadas. Para él la Revolución era más bien lo contrario de un apocalipsis, mientras que “la sociedad sin clases no es la meta última del progreso en la Historia sino, antes bien, su interrupción mil veces malograda pero finalmente consumada” (Tesis XVIIa), algo que le aleja de Marx, y aún más de los posmodernos.

A fin de cuentas, la modernidad no se superará ni con la vuelta al paraíso perdido ni tampoco con el fin de los Grandes Relatos. El Mayor de todos ellos está por contarse.

Miguel Amorós
Escrito elaborado para el círculo filosófico soriano.
Charla de 26 de febrero de 2015 en el Instituto Machado de Soria.

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