Los amigos de Ludd, George Orwell como crítico del maquinismo, 2013

La obra de George Orwell tiene la mala suerte de ser conocida de forma muy fragmentaria. Sus obras más célebres, Homenaje a Cataluña, Rebelión en la granja y 1984, no son más que una parte de un conjunto más amplio y rico. Uno de los aspectos fundamentales de su obra menos difundido entre sus lectores en castellano es la crítica del maqumismo y del progresismo. Si bien no expuso su pensamiento sobre estas cuestiones de forma sistemática y definida (excepto quizá en el primer libro que vamos a comentar), sus apuntes, dispersos a lo largo de toda su obra, son de una brillantez excepcional. (La mayor parte de las referencias pertenecen a libros agotados hace tiempo o aún sin publicar íntegramente en castellano.) De estos pasajes hablaremos a continuación.

El camino de Wigan

En una obra publicada en Inglaterra en marzo de 1937 (mientras luchaba en el frente de Huesca), El camino de Wigan, Orwell describe las condiciones de vida de los mineros del norte de Inglaterra, donde perviven las formas de explotación desnuda del siglo XIX, que el escritor había conocido el año anterior. Asombrado por la miseria en que viven los mineros y por sus familias, pero también por su dignidad y su entereza (que desde ese momento llamará «common decency»), Orwell dedica la segunda parte del libro a analizar el movimiento socialista que pretende acabar con la explotación del hombre por el hombre.

En un capítulo esencial (el XII), estudia las razones por las que el socialismo no logra atraer y organizar a las masas que deberían estar deseando la abolición del trabajo asalariado y de la sociedad de clases. La conclusión de Orwell es que los propios objetivos del socialismo, tal como los exponen sus paladines oficiales, repelen a la gente común:

«Siempre se representa el mundo socialista como un mundo mecanizado por completo e inmensamente organizado, dependiente de la máquina como las civilizaciones de la Antigüedad lo fueron del esclavo.»

Sin embargo, el maqumismo no es precisamente amado por la mayoría de la clase obrera inglesa, aunque la idea de renunciar a la máquina de un día para otro es una tontería:

«desgraciadamente, el socialismo, tal como se suele presentar, está atado a la idea del progreso mecánico, no sólo como un desarrollo necesario sino como un fin en sí mismo, casi como una forma de religión».

(Esta actitud ante el dogmatismo tecnicista de la izquierda reaparece una y otra vez, como veremos, en los escritos de Orwell.)

La mayoría de los socialistas anuncian que tras la instauración del socialismo el desarrollo de la máquina no será comparable a lo que ya se percibe en los años treinta. Orwell, empero, replica a esto lo que muchos piensan:

«Probablemente no hay nadie capaz de pensar y sentir que no haya mirado la zanja de un gasoducto sin pensar que la máquina es enemiga de la vida.»

El socialismo mayoritario pretende hacer de estos horrores algo casi hermoso; los impulsos de asco o repulsa ante el maquinismo se convierten por tanto en algo a reprimir (en uno mismo) si se quiere ser un buen socialista. Los apologistas del mundo de las máquinas resaltan siempre la cantidad de «tiempo libre» de que dispondremos gracias al ahorro de trabajo que nos garantizará la mecanización de todo. Orwell se pregunta:

«¿Tiempo libre para qué?»

La respuesta es obvia: para ser y pensar como esos apologistas. Es decir, los habitantes de Un mundo feliz.

El análisis de Orwell alcanza aquí su mayor profundidad: en un mundo en que las máquinas hacen todo el trabajo «duro» (aun suponiendo que eso sea posible), no hay lugar para las mejores cualidades del hombre. Éstas (inventiva, tenacidad, cooperación, imaginación, estética, gusto por el trabajo bien hecho) se desarrollaron «en oposición a algún tipo de desastre, daño o dificultad». Creer que esos hombres blandos de vidas regaladas que pueblan las utopías mecánicas se entregarán al arte en su «tiempo libre», como propone en sus obras el escritor H.G. Wells (del que hablaremos más adelante) es no haberse dado cuenta de este hecho: la técnica ayuda a configurar el mundo en que se mueven y actúan los seres humanos, y por tanto a ellos mismos [1]. Si la técnica garantiza su supervivencia y su comodidad sin tener que trabajar, no se sentirán en absoluto empujados a dar un sentido a su tiempo, se considere «libre» o no.

Por si fuera poco, la imposición de un «avance» técnico muchas veces no tiene nada que ver con las ventajas que ofrece: el ejemplo que da Orwell de ello es la cantidad de muertes en accidente de carretera que origina el coche, de cuya implantación masiva en Inglaterra fue testigo. Ahora bien, el coche promete comodidad y su conducción se estaba haciendo entonces cada vez más fácil, y una de las características de la técnica es no detenerse en una «mejora» dada (lo sea de verdad o no), sino que la búsqueda de nuevos cambios que aumenten la comodidad es permanente.

«Al atarse al ideal de eficacia mecánica, uno se ata al ideal de molicie. Pero la molicie es repugnante.»

Este progreso conlleva una degeneración, pues cada ser humano renuncia a su autonomía a cambio de no esforzarse [2]; y el requisito previo de la libertad es la autonomía.

El siguiente paso, lógico, es interrogarse acerca de la naturaleza del trabajo, ese trabajo del que se supone que nos liberarán las máquinas.

«¿Es trabajo cavar, trabajar la madera, plantar árboles, talar árboles, cabalgar, pescar, cazar, dar de comer a los pollos, tocar el piano, sacar fotos, construir una casa, cocinar, coser, reparar sombreros, arreglar motocicletas?»

Hay personas que ¡levarán a cabo algunas de estas actividades en su tiempo libre con gusto, así que «la antítesis entre trabajo, considerado como algo intolerablemente tedioso, y no-trabajo, considerado como algo deseable, es falsa». El ser humano necesita esforzarse cuando no está haciendo una actividad básica (comer, dormir, copular…), «pues el hombre no es, como parecen creer los hedonistas más vulgares, un estómago con patas; también tiene mano, ojo y cerebro». En un mundo en que las máquinas se encarguen de las tareas más pesadas, los hombres pedirán inmediatamente que se creen las máquinas adecuadas para efectuar el trabajo menos pesado… incluido el arte. El trabajo creativo (los hobbies) de las sociedades industriales modernas requiere del maqumismo en todo momento; como mínimo, para disponer de las herramientas y de las materias primas que se piensan utilizar. No sólo eso: el uso industrial de la máquina ha supuesto un empobrecimiento en todas las tareas humanas que ha suplantado.

«Pero se puede decir: ¿por qué no quedarse con la máquina y a la vez quedarse con el « trabajo creativo »?»

Orwell rechaza esta idea como un absurdo:

«por un principio que no siempre se reconoce, aunque siempre actúa: mientras la máquina esté ahí, uno está obligado a utilizarla.»

Nadie sacará agua del pozo con un cubo si puede hacerlo del grifo.

«En un mundo en que la máquina pudiera hacerlo todo, todo lo haría la máquina.»

Por tanto, la máquina no sólo facilita o hace innecesario el trabajo físico sino que también frustra la necesidad de esfuerzo y de creación del hombre. Orwell ve (¡seis décadas antes de Internet!) que el ser humano ideal del maqumismo es un «cerebro dentro de una botella».

Los perjuicios de la industrialización no acaban aquí. En cierto modo llegan a arrinconar todo lo que no produce ella misma. Orwell se ha dado cuenta de que mucha gente prefiere las miméticas (e insípidas) manzanas que llegan de Estados Unidos antes que las más irregulares (y sabrosas) que dan los manzanos ingleses. Para triunfar, la maquinización debe doblegar el buen gusto, pues de otro modo sus productos serían rechazados.

«En un mundo sano no habría demanda de latas de conservas, de aspirinas, de gramófonos, de zanjas de oleoductos, de ametralladoras, de periódicos, de teléfonos, de automóviles, etc., etc.»

Pero la máquina funciona por hechos consumados y ya está aquí instalada [3]. No es un mundo sano, pues, el que hace primero deseables y después imprescindibles éstos y otros productos.

Orwell conoce las raíces históricas del maqumismo. Desde hace pocos siglos el individuo occidental no puede dejar de aplicar su inventiva para mejorar todo lo que le rodea. En un sistema capitalista, el criterio fundamental que determina la implantación de un cambio técnico es su viabilidad comercial; la consecuencia lógica de ello es evidente: la industrialización ha enloquecido. De ahí que haya individuos, no necesariamente malignos o codiciosos, capaces de poner su talento creativo al servicio de, por ejemplo, la industria militar. Pese a las reticencias de muchas personas, no obstante, el progreso ya está aconteciendo: «el propio proceso de mecanización se ha convertido en una máquina» que nadie sabe adonde va.

Teniendo en cuentas estas cosas, el problema que tiene el socialismo (que es la palabra que utiliza Orwell para designar el movimiento que desea abolir la sociedad de clases) es que las mismas personas que rechazan la civilización de la máquina suelen relacionar el término «socialismo» con la URSS y la voracidad industrial de los bolcheviques, y es que realmente muchos socialistas aceptan de buen grado esta asociación. Orwell rechaza la vía de volver al pasado, idealizado o no, que no cree ni deseable ni posible. Desdeñando cualquier fe en la «necesidad histórica» (que no ha impedido el ascenso de Hitler), admite la dificultad de hallar una solución a los conflictos que plantea la sociedad maquínica: por un lado, el deseo estúpido de regresar a los tiempos de los etruscos o del feudalismo; por otro lado, la instauración a marchas forzadas de «un mundo seguro para los hombrecitos gordos». Aunque Orwell no propone una solución a este problema (ni podría hacerlo), su mérito en El camino de Wigan es haber sabido plantearlo en los términos correctos, lo que constituye un primer paso para su superación.

El mundo moderno

Tras El camino de Wigan aparecen más observaciones sobre la industrialización y sus efectos en más obras. En una nota autobiográfica para una selección de autores del siglo XX, Orwell dice:

«Me gustan la cocina y la cerveza inglesas, el vino tinto francés, el vino blanco español, el té indio, el tabaco fuerte, las chimeneas de carbón, la luz de las velas y las sillas cómodas. Me desagradan las ciudades grandes, el ruido, los automóviles, la radio, la comida de lata, la calefacción central y los muebles “modernos”.»

Reconocía que esta sociedad managerial estaba hecha para un tipo de individuos que no tenían nada que ver con el viejo mundo (y no se refería precisamente a los privilegios nobiliarios):

«una civilización en que los niños crecen con un íntimo conocimiento de sus aparatos eléctricos y con una perfecta ignorancia de la Biblia. A esa civilización pertenecen las personas que se ven más a gusto y más del mundo moderno, los técnicos y los trabajadores muy cualificados, los pilotos y sus mecánicos, los expertos de la radio, los productores de cine, los periodistas célebres y los químicos industriales.»

Es el mundo de tecnócratas preconizado por James Burnham.

Una muestra de la irracionalidad moderna la ve Orwell una vez más en el coche: el 25 de julio de 1940, durante los bombardeos de la Luftwaffe en Inglaterra, escribe en su diario que

«las bajas, es decir, las mortales, causadas por las incursiones aéreas del último mes se calculan en unas 340. De ser verdad, el número es sensiblemente menor que el de muertes en carretera durante el mismo periodo.»

Seis años más tarde, Orwell observa que las campañas de prevención de tráfico son inútiles, puesto que el trazado de carreteras nunca obedeció a un gran plan, sino que los gobiernos no hicieron más que adaptar las ciudades a las crecientes necesidades del automóvil sobre la marcha. La única forma de corregir esos errores sería o bien rehacer todo el mapa de carreteras (tarea materialmente imposible) o bien reducir de forma drástica el máximo de velocidad admitido, algo difícil de aceptar para la sociedad industrial, necesitada de asalariados que se desplacen veloces para ir a trabajar o a gastar su sueldo; además, Orwell pregunta:

«¿Qué conductor va a arrastrarse a veinte kilómetros por hora cuando su motor puede correr a ochenta?».

Técnicas modernas de dominación

Es conocida la importancia que da Orwell a las técnicas modernas de dominación y de control de masas en su famosísimo 1984, que es en cierto modo una síntesis de sus reflexiones acerca de la técnica [4]. Aunque sólo sea por los «progresos» mecánicos, las distintas sociedades de clases que se suceden en la historia son distintas unas de otras [5]. En un artículo de 1939, en referencia al estado llamado soviético, dice:

«En el pasado, toda tiranía era derrocada tarde o temprano, gracias a la “naturaleza humana”, que naturalmente deseaba la libertad. Pero no podemos estar seguros de que la “naturaleza humana” sea constante. Puede que sea tan posible producir una raza de hombres que no deseen la libertad como producir una raza de vacas sin cuernos. La Inquisición fracasó, pero en aquel entonces la Inquisición no tenía los recursos del Estado moderno. […] La sugestión de masas es una ciencia de los últimos veinte años y aún no sabemos qué éxito tendrá.»

Pero no es más clemente con las democracias occidentales:

«En el estado de desarrollo industrial que hemos alcanzado ahora, el derecho a la propiedad privada significa el derecho a explotar y torturar a millones de semejantes.»

En su reseña del libro Nosotros de Zamyatin, Orwell mencionaba la importancia de la centralización técnica en los emergentes estados modernos a la hora de extender su control.

La aparición de la bomba atómica confirma estas tesis de Orwell. En ese momento, 1945, la humanidad entra en una etapa de la que aún no ha salido: existen los recursos materiales para destruir toda la vida humana del planeta. Repasando la historia de las armas, Orwell señala que la edad de la democracia burguesa fue también la del mosquete y el fusil; entonces no existía el arma cuya posesión desequilibrara tan radicalmente una relación de fuerzas. Entonces, la violencia distaba mucho de ser patrimonio exclusivo del Estado, y los teóricos de la democracia consideraban la revuelta contra la opresión un derecho fundamental6. En la era recién inaugurada, los estados pueden cultivar una tensión de guerra fría permanente (hoy contra el terrorismo internacional, diríamos nosotros) para garantizar la sumisión de sus poblaciones.

Sin embargo, sería un error pensar que para Orwell la amenaza del totalitarismo se encontraba sólo en manos de los estados (aunque así aparezca en 1984). En este sentido, conviene citar el artículo «Lugares de ocio» (Tribune, 11 de enero de 1946), en que analiza las diversiones que ofrece el mercado en una vida segmentada en momentos de trabajo y momentos de ocio. Orwell empieza repasando las promesas de relax de los puntos turísticos habituales, especies de Xanadú de cartón-piedra dispuestos para el disfrute de los agotados productores de plusvalía, que podrán sentirse por una vez Ciudadanos Kane. En esos lugares que prometen con sutileza la posibilidad de «relajarse, descansar, jugar al poker, beber y hacer el amor a la vez», Orwell observa algunos curiosos hábitos de la vida moderna, inocuos sólo en apariencia. Vale la pena recoger un extracto amplio:

La música […] es posiblemente el ingrediente más importante. Su función es impedir el pensamiento y la conversación, y ocultar cualquier sonido natural, como el canto de los pájaros o el silbido del viento, que de otro modo podría interferir. Un sinfín de personas ya usa la radio conscientemente con este propósito. En muchos hogares ingleses la radio literalmente nunca se apaga, aunque de vez en cuando se manipula para asegurarse de que nunca salga de ella otra cosa que música. Conozco gente que dejará la radio puesta durante el almuerzo y al mismo tiempo seguirá hablando con el tono de voz justo para que voz y música se contrarresten. Esto se hace a propósito. La música impide que la conversación sea seria o incluso coherente, en tanto que el murmullo de voces no le deja a uno escuchar atentamente la música e impide así la aparición de esa cosa temida, el pensamiento. […] No es difícil percatarse de que el objetivo inconsciente de la instalación de ocio moderna típica es el regreso al vientre materno […].

[…] ¿No hay […] algo de sentimental y oscurantista en preferir el canto de los pájaros al swing y en querer dejar unos pocos ámbitos de vida salvaje aquí y allá en lugar de cubrir toda la superficie de la tierra con una maraña de Autobahnen inundada en luz solar artificial? La pregunta sólo surge porque al explorar el universo físico el hombre no ha hecho ningún intento de explorarse a sí mismo. Mucho de lo que se dice con la palabra ocio no es más que un esfuerzo de destruir la conciencia. Si uno empezase a preguntarse ¿qué es el hombre?, ¿cuáles son sus necesidades?, ¿cómo puede expresarse mejor?, descubriría que el mero hecho de poseer el .poder de evitar el trabajo y vivir desdé el nacimiento hasta la muerte bajo luz eléctrica y al son de música enlatada no es razón suficiente para hacerlo. El hombre necesita calidez, compañía, tiempo de ocio, comodidad y seguridad; también necesita soledad, trabajo creativo y sentimiento de asombro. Si reconociese esto, podría usar los productos de la ciencia y la industria eclécticamente, aplicando siempre la misma prueba: ¿esto me hace más o menos humano? Entonces aprendería que la felicidad más elevada no yace en relajarse, descansar, jugar al poker, beber y hacer el amor simultáneamente. Y el horror instintivo que todas las personas sensibles sienten ante la mecanización progresiva de la vida no se vería como un mero arcaísmo sentimental, sino que estaría plenamente justificado. Pues el hombre sólo se mantiene humano si preserva amplios ámbitos de simplicidad en su vida, mientras que la tendencia de muchas invenciones modernas -en particular el cine, la radio y el avión- es a debilitar su conciencia, abotargar su curiosidad y, en general, aproximarlo más a los animales. [6]

H.G. Wells y la utopía científica

La primera reflexión sobre la naturaleza del progreso que aparece en la obra de Orwell pertenece a la reseña de un libro, publicada en 1936. En ella se dice que :

«En cierto modo parece una lástima que el mismo concepto de nostalgia vaya a ser abolido dentro de poco por la civilización de la máquina, que hace una parte del mundo indistinguible de otra.»

En la primavera de 1944, en su columna de Tribune, dice que la «abolición de la distancia» y la «desaparición de las fronteras» tan proclamadas por los progresistas no son más que eslóganes huecos. Las fronteras nunca habían sido tan reales ni tan impenetrables como en la era de los aviones y de los tanques. Por otro lado, la difusión de los receptores de radio facilita el acceso a todos los hogares de los mensajes nacionalistas de los gobiernos.

Con todo, cuando la crítica del optimismo cientifista llega más lejos en Orwell es en las páginas que dedica al escritor H.G. Wells. Wells, un maestro para la generación a la que pertenece Orwell (que se pregunta si criticarlo no es una especie de parricidio), había contribuido como ningún otro escritor de ficción a extender la ideología del progreso en el mundo anglosajón. En sus novelas, el protagonista suele ser un «hombre de ciencia», y la razón y la ciencia son capaces de planearlo y resolverlo todo. Wells era partidario de la creación de un superestado mundial que fuese dirigido por sabios y que asegurase a los seres humanos todo lo necesario para cubrir sus necesidades básicas. La utopía de Wells es, de hecho, casi sin variaciones, la misma que mantienen hoy día los ideólogos del cambio tecnológico constante; es inevitable ver en Wells el mayor representante de la falsa conciencia de los científicos modernos, cuyo trabajo está muy bien considerado (y a menudo de una forma mucho más espectacular que la triste vida diaria) [7].

Orwell ataca las ideas de Wells por juzgar que están totalmente alejadas de la realidad: «la historia, tal como la ve él, es una serie de victorias del hombre de ciencia sobre el hombre romántico». Wells es incapaz de aceptar el hecho de que el acero, la física, el avión y tantos otros avances de la técnica se han puesto al servicio de la destrucción, por mucho que nacieran con la mejor de las intenciones, y nuevamente la culpa parece de la realidad por ser como es, no de los científicos que han dado a luz un hallazgo que, por desgracia, los hombres no han sabido emplear como debían. Pero lo más importante es que Wells ha contribuido enormemente en hacer concebible el imperio del maquinismo como algo bueno en sí mismo.

«Los pensadores que nacieron hacia comienzos de este siglo son en cierto sentido creación de Wells. […] Las mentes de todos nosotros, y por consiguiente el mundo físico, serían sensiblemente diferentes si nunca hubiera existido Wells.»

La crítica de Orwell no se limita a Wells. También fustiga la fe cientifísta de un amigo suyo, el poeta anarquista Herbert Read, utilizando un argumento sencillo: la aparición de los progresos técnicos que bendice Read (el avión, etc.) requiere una centralización industrial que sólo puede darse en una sociedad jerarquizada, lo que parece contradecir el ideario anarquista [8]. Del mismo modo, Read no está muy dispuesto a admitir que la civilización de la máquina ha anulado en gran medida el gusto de la gente por las cosas sutiles como, por ejemplo, su propia poesía. Por último, en su reseña del ensayo de Oscar Wilde El alma del hombre bajo el socialismo, Orwell reprocha al autor irlandés haber imaginado una utopía que se apoya grandemente en el trabajo del esclavo mecánico, lo que tiene muy poco de realista.

Orwell no ataca sólo el ideario cientifísta. Sabe muy bien que la ciencia ha contribuido en no pocas ocasiones a derribar ídolos y destruir dogmas que servían al partido de la dominación, pero se da cuenta de que la ciencia es antes un método de juzgar críticamente la realidad que un conjunto de hechos, datos y fórmulas que deben ser manejados para domeñar la naturaleza, como expone en su artículo sobre la bomba atómica «Usted y la bomba atómica».

La Edad de Oro

El reconocimiento de los estragos causados por la industrialización contra toda forma de vida y de sensibilidad humana no lleva a Orwell a añorar una Edad de Oro presuntamente verídica en un pasado remoto. Orwell critica de forma constante el recurso cómodo de algunas personas sensibles que reaccionan a los horrores de la industria mediante la nostalgia de un pasado que nunca existió o del que sabemos tan poco que puede representar para nosotros lo que queramos. Así, D.H. Lawrence y W.B. Yeats. No obstante, en 1940 conoció una sociedad atrasada respecto a la europea, la de los bereberes de Marruecos, que le impresionó tanto que escribió en una carta a Geoffrey Gorer:

«Me sorprendió que nosotros estuviéramos quizá mil años por delante de esa gente pero no mejor que ellos; tal vez en comparación bastante peor. Somos físicamente inferiores a ellos, por ejemplo, y manifiestamente más infelices.»

De todas formas, Orwell es consciente de que algunos de los poetas cuya actitud denuncia disponen, al menos, de una sensibilidad aún no del todo embotada, lo que les permite percibir la maravilla del mundo. Rechaza en todo momento la idea de que el sentimiento de sobrecogimiento ante la naturaleza es un invento de poetas o un atavismo [9].

«[Se cree que] ésta es la era de las máquinas y que sentir desagrado por la máquina, o aun querer limitar su dominio, es una actitud conservadora, reaccionaria y ligeramente ridicula. Esto se suele respaldar con el aserto de que el amor de la naturaleza es una debilidad de gente urbana que no tiene ni idea de lo que realmente es la naturaleza. Los que de verdad tienen que trabajar la tierra, se suele argumentar, no la aman, y no sienten el menor interés por los pájaros o las flores, excepto desde un punto de vista estrictamente utilitarista. Para amar el campo uno debe vivir en la ciudad y no hacer más que alguna excursión ocasional de fin de semana durante los días más cálidos del año. Esta última idea es demostrablemente falsa. La literatura medieval, por ejemplo, incluyendo las canciones populares, está llena de un entusiasmo casi geórgico por la naturaleza, y el arte de los pueblos agrícolas tales como el chino y el japonés gira siempre en torno a los árboles, los pájaros, las flores, los ríos, las montañas.»

Y el propio Orwell saluda en alguna ocasión la llegada de la primavera [10]. Incluso encuentra una consecuencia benigna de la guerra:

«El hecho de que, a causa a las evacuaciones, cientos de miles de niños nacidos en las ciudades estén ahora creciendo en el campo puede ayudar a hacer más fácil el regreso a una vida basada en la agricultura.»

Lo expuesto hasta aquí, con no ser más que un somerísimo repaso de uno de los aspectos más desconocidos de la obra de George Orwell, debería bastar para esbozar lo que pudo reconocer en el avance del maquinismo un espíritu lúcido que no delegó su visión del mundo en ninguna lente ideológica. Si concedemos tanta importancia a la opinión que tuvo Orwell de este asunto no es por recurrir a un argumento de autoridad cualquiera, sino porque lo consideramos uno de los testimonios más veraces de la implantación, a menudo brutal y casi siempre forzosa, del modo industrial de producción. Si bien es verdad que Orwell cometió errores en su análisis de las evoluciones de la era industrial, como el de considerar fallida la previsión del futuro de Huxley en Un mundo feliz (que es sin duda una novela sobre el mundo finisecular, como dice un personaje del cínico Houellebecq en Las partículas elementales), no es menos cierto que vislumbró con nitidez la importancia decisiva de los continuos cambios técnicos en el mantenimiento del orden reinante, así como la marcha frenética y ciega de la sociedad industrial hacia la insensibilidad total.

Los amigos de Ludd

 

Los amigos de Ludd.
Boletin de information anti-industrial #6,
diciembre 2003.

 


[1] En 1938, Orwell escribiría: «Probablemente [Dickens] nunca habría admitido que los hombres son tan buenos como su grado de desarrollo técnico les permite serlo» (Charles Dickens).

[2] La vigencia de esta crítica de Orwell es obvia. Por no hablar del bochornoso espectáculo de los adolescentes que utilizan ascensores para subir a primeros pisos -o bajar de ellos – o para salir de una estación de metro que dispone de escaleras mecánicas, podemos pensar en el considerable ahorro de memoria humana que supone el uso del móvil para guardar números de teléfono. ¿Querrán estos mismos usuarios dedicar un minuto de su tiempo a memorizar un poema?

[3] «Todos dependemos de la máquina, y si las máquinas dejaran de funcionar la mayoría de nosotros moriríamos. Se puede odiar la civilización de las máquinas, probablemente es correcto criticarla, pero por el momento no se puede pensar en aceptarla o rechazarla. La civilización de las máquinas está aquí, y sólo se la puede criticar desde dentro, ya que todos estamos dentro de ella».

[4] Pedro Laín Entralgo, nada sospechoso de tener simpatías revolucionarias, ya lo observó en el prólogo que escribió en 1970 para esa novela.

[5] Muy acertadamente, el folleto George Orwell ante sus calumniadores, que rebate cierta calumnia proferida contra este autor, empieza así: «Entre otras amables características, el siglo XX habrá tenido la de inaugurar la era de la falsificación a gran escala».

[6] Una vez más, podemos constatar hoy la validez de este razonamiento con sólo echar una ojeada al aturullamiento voluntario del horror silentis, ese horror vacui moderno equipado electrónicamente con disc-man e hilo musical permanente en estaciones, hogares, ascensores, supermercados, autobuses…

[7] «El tema central de las historias de H.G. Wells es, ante todo, el descubrimiento científico […]. Su « mensaje » básico, por utilizar una expresión que no me gusta, es que la Ciencia puede resolver todos los males que aquejan a la humanidad, pero que el hombre es demasiado ciego para ver la potencialidad de sus propios poderes. Wells escribe sobre viajes a la luna y al lecho marino, y también sobre pequeños comerciantes que evitan la quiebra y luchan por mantener su situación en el terrible esnobismo de las ciudades de provincia. El nexo es la fe de Wells en la Ciencia. Está diciendo todo el rato que si el pequeño comerciante adquiriese una perspectiva científica, sus problemas acabarían. Y por supuesto, él cree que eso va a suceder, probablemente en un futuro bastante cercano. Unos pocos millones de libras más para la investigación científica, unas pocas supersticiones más arrojadas a la basura y ya está todo hecho» (El redescubrimiento de Europa).

[8] Cf. «El mito del progreso, la abundancia y la tecnología en el movimiento anarquista», Los amigos de Ludd n° 5, mayo de 2003.

[9] Un ejemplo particularmente nítido e imbécil de esa jactancia moderna se puede encontrar en la digresión «Bostas y clorofila» de la novela Los cuadernos de don Rigoberto de Mario Vargas Llosa.

[10] «Por fin ha salido un hermoso tiempo primaveral y los narcisos se ven por todas partes. Cada invierno me parece más difícil creer que va a volver la primavera» (carta a Arthur Koestler, 31 de marzo de 1946).

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