“Todo dentro del Estado,
nada fuera del Estado,
nada contra el Estado.”
Mussolini
El tema de la partitocracia no ha sido seriamente estudiado ni por la sociología académica ni por la crítica «antifascista» del parlamentarismo moderno, y eso a pesar de que la crisis de los regímenes autoproclamados democráticos haya desvelado su realidad específica en tanto que sistemas autoritarios con apariencias liberales donde los partidos, y especialmente sus cúpulas, guiándose por intereses de poder, se abrogan la representación de la voluntad popular a fin de legitimar su acción y sus excesos. Los partidos, llegados a ese punto, se vuelven opacos y se cierran a la participación y al simple control de sus afiliados, convirtiéndose en maquinarias electorales.
Al mismo tiempo, en tanto que aparatos de gestión indiferenciados, ya no son la expresión del pluralismo político, puesto que todos los objetivos partidistas confluyen en uno: la auto-conservación, o sea, la conservación del sistema dominante. Sus miembros son una verdadera clase que no se reconoce como tal en publico, lo que no debe de extrañar a nadie, puesto que al igual que sucedió con la burocracia de partido único en los regímenes estalinistas y fascistas, la clase política engendrada por la partitocracia existe en la medida que oculta su existencia como clase. Como apunta Debord, “la mentira ideológica de su origen jamás puede revelarse”.
Su existencia como clase depende del monopolio de la ideología, leninista o fascista antaño, nacionalista o democrática ahora. Si la clase burocrática del capitalismo de Estado disimulaba su función de clase explotadora presentándose como “partido del proletariado” o “partido de la nación y la raza”, la clase partitocrática del capitalismo de Mercado lo hace exhibiéndose como “representante de millones de electores” o “representante de la ciudadanía”, y por lo tanto, si la dictadura burocrática era el “socialismo real”, la suplantación partitocrática de la soberanía popular es la “democracia real”. La primera ha tratado de apuntalarse con la abundancia de espectáculos rituales y sacrificios; la segunda lo ha hecho con la abundancia de eventos espectaculares y créditos. Sendas abundancias han fracasado.
Para comprender el fenómeno de la partitocracia hay que remontarse a sus orígenes históricos. En un momento determinado de desarrollo capitalista, aquél en el que la racionalización de la producción, la multiplicación de infraestructuras administrativas y la expansión burocrática del Estado desempeñaron roles decisivos, surgió una nueva clase media profundamente conformista, que hallaba en el empleo público su principal fuente de ingresos. Los partidos se convirtieron en poderosas oficinas de colocación, y el nepotismo político sustituyó al paternalismo de los caciques y terratenientes. Este fenómeno fue estimulado por la degradación de las organizaciones obreras, la profesionalización total de la política y la formación de una clientela utilizando arbitrariamente fondos y empleos públicos, hechos intensificados en la posguerra mundial. La guerra fría, la modernización tecnológica y la crisis energética fueron otros tantos condicionantes de la fusión de la política, el Estado y el capitalismo nacional que fundamentó la moderna partitocracia.
La clase media asalariada proporcionó una base social sólida al nuevo régimen, trasmitiendo sus valores a los obreros desclasa- dos. En efecto, unas condiciones históricas dadas convirtieron al asalariado en un ser dócil dispuesto a sacrificar sus convicciones y su dignidad por la tranquilidad, el automóvil, la vivienda familiar, la seguridad social y la pensión. Ese miedo a perder su estatus en el mercado y esa falta de respeto consigo mismo lo prepararon para cualquier renuncia, fortaleciendo el sistema de partidos como antes había fortalecido al fascismo. El asalariado-masa carece de virtudes de clase pues para él sólo cuentan la vida privada y el consumo personal. Tan absorbido está por ello que apenas puede concebir una vida social, y menos aún una vida pública, de la que piensa que han de ocuparse otros, los “profesionales” que viven de ella. Es el subdito ideal, el que miraba para el otro lado cuando tema el trabajo y el crédito asegurados.
La patrimonialización del Estado por una clase política no alcanza su cénit y, por lo tanto, no desempeña un papel preponderante, sino cuando éste proclama como objetivo único el crecimiento de la economía autónoma, es decir, el abandono del nacionalismo económico en pro del desarrollo mundial del Mercado. Entonces la clase política se funde con el interés económico y se convierte en parte de la clase dominante. En una nueva burguesía, si se quiere. Entiéndase que no es una clase subalterna, ni es toda clase dirigente (salvo en China); tampoco se trata de una clase nacional. Precisamente cuando se internacionaliza deviene un elemento fundamental en las relaciones de producción impuestas por la globalización financiera. La partitocracia suprime las contradicciones entre intereses partidistas, intereses nacionales e intereses globales al recrear en todas partes las mismas condiciones políticas óptimas para la expansión de la economía y el enriquecimiento de los aparatos; por un lado, focando al mismo tiempo una extensa red clientelar mediante los copiosos recursos del Estado y la administración; por el otro, desactivando las protestas que emanan de la sociedad civil, integrando a la oposición no parlamentaria y aportando la violencia institucional allí donde falla la violencia económica. La economía y la mordida no funcionan bien sin el orden, y la partitocracia, si no es exactamente el orden, es un desorden que funciona tanto en beneficio de la economía como en beneficio propio. Es el desorden establecido.
Bien que en un caso estamos ante un sistema abierto y competitivo que utiliza procedimientos electorales y, en el otro, ante un sistema cerrado y rígidamente jerarquizado donde los nombramientos no necesitan legitimación, en los últimos tiempos no es rara la comparación, incluso la asimilación, de la partitocracia con el fascismo. Ambas son formas autoritarias de gobierno que surgen tras los retrocesos y derrotas del proletariado, en el subsiguiente proceso de masificación y desclasamiento que dará lugar a un aglomerado conformista y aquiescente. Ninguna de las dos formas tolera un aparato de justicia autónomo o unos medios de información independientes, ya que son incompatibles con un poder judicial insumiso y una prensa libre. Ambas nacionalizan bancos en ruina y tienen un momento “plebeyo” inicial que estipula el “derecho al trabajo” y el “bienestar”, bien apuntalando a determinados sindicatos o bien creándolos ad hoc para usarlos como interlocutores, momento que finaliza tan pronto como la clase obrera es domesticada y disuelta. La conversión del proletariado en una infantería pasiva de los sindicatos institucionales sin ninguna conciencia de clase ni deseo de transformación social, y el disfraz de la nueva clase media en “ciudadanía”, son fundamentales. A partir de entonces las crisis se combatirán con contrarreformas laborales, sacrificios de funcionarios y privatización de servicios públicos. Porque aunque la clase media sufra también las consecuencias, permanecerá siempre fiel al sistema político-económico que le dio el ser.
Fascismo y partitocracia se empeñan en que la sociedad civil proletarizada no se constituya al margen del sistema y les dispute espacios, pero uno, en tanto que defensa extremista de la economía, recurre a la brutalización de la vida pública, mientras que la otra, en tanto que defensa modernizante, la privatiza. Son respuestas costosas a la crisis capitalista puesto que ambas necesitan mantener una creciente población improductiva, ya que la salida de aquella exige una renovación, una movilización y un trasvase de recursos que no están al alcance del Mercado. El Estado ha de encargarse de esas tareas. Pero el fascismo es una respuesta arcaica y dura, y la partitocracia, una respuesta más envolvente y racionalizada. Los momentos sangrientos del proceso de normalización corren a cargo de las bandas irregulares pro régimen en el fascismo, y a cargo de la policía en la partitocracia. Las dos son maneras de organización política del gran capital, diferentes de los regímenes “bonapartistas” – llamados así haciendo referencia a la dictadura populista implantada en Francia tras una victoria electoral por Luis Napoleón – como el del mariscal Pétain, también en Francia, el del general Perón en Argentina, o el chavismo en Venezuela.
Partitocracia y fascismo poseen una base social concreta: la pequeña burguesía y el proletariado desclasado en el segundo, y las masas amaestradas – donde se incluyen la clase media asalariada y los obreros política y sindicalmente domesticados – en la primera. El bonapartismo es un híbrido de las dos, donde a la sombra de un caudillo una burocracia extractívista de antiguos luchadores cooptados media entre el gran capital y unas masas empobrecidas todavía rebeldes, a fin de que de un crecimiento de la economía basado en la explotación intensiva de recursos territoriales suija una nueva clase media aquiescente y estabilizadora.
La psicosis colectiva generada por la ausencia de ideales de clase, la desmoralización y el miedo a la crisis, hacen que dicha base crea en milagros con tal que una dirección salvadora los prometa, y se disponga a someterse, no sin patalear, a toda clase de medidas restrictivas. El desastre de la globalización hace que la dominación reclame una economía de guerra. Y aquí comienzan las diferencias: el fascismo se produce en un marco nacional, de ahí sus planes autárquicos, las empresas mixtas, los trabajos públicos como solución del paro y su nacionalismo expansionista. La partitocracia se desarrolla en un contexto neoliberal, por lo que su planificación nacional obedece las directrices económicas del capital internacional y su política exterior se supedita a la estrategia diplomático militar del gran Estado gendarme del capitalismo, los Estados Unidos de América. De ahí sus grandes planes de infraestructuras, el recurso a los recortes presupuestarios, su obsesión por las inversiones foráneas y su política exterior alineada. Al revés de lo que sucede con el fascismo, cuyo principal rasgo es la arbitrariedad de una cadena de mando vertical, en la partitocracia la utilización del aparato burocrático con fines privados está descentralizada; lo cual extiende la corrupción a todos los niveles, su seña de identidad más llamativa. La partitocracia no necesita estatizar ningún medio de producción, aunque sí puede darse el caso de intervenir en los medios financieros; trabaja más en pro de los fondos de inversión internacionales que para salvar la empresa o la propiedad privada autóctona; se mueve siempre en la esfera de intereses que superan a los estatales y locales, aunque no los anule. Cierto es que al fallar la seducción se sirve del miedo como instrumento de gobierno, pero no para imponer una política de terror, sino una política de resignación. Para la partitocracia, los terroristas no son las fuerzas de orden, responsables de la mayoría de hechos violentos contra la población no servil, son los “otros”, la encarnación de un “mal” absoluto que ella misma ha fabricado, y aprovechando la ocasión, se emplea a fondo contra toda clase de disidencia, aunque en condiciones estables prefiera disolver los antagonismos de clase con métodos represivos blandos: multas en lugar de cárcel, corrupción en lugar de uso de la fuerza, tecnovigilancia en lugar de internamiento. El fascismo no admite la excepción, mientras que la partitocracia tolera minorías hostiles con tal de que su autoexclusión termine acoplándose al sistema y no se vuelva problemática. La comunidad ilusoria definida por el fascismo, de la que hay que formar parte por la fuerza, es la de la raza, la religión o la nación y su espacio vital, mientras que la comunidad partitocrática es la ciudadanía o los votantes, en cualquier país donde se hallen. Por eso carece del gran problema de las dictaduras terroristas de partido único, que antaño era la guerra contra las naciones vecinas. En virtud de los tratados internacionales que establecen la circulación libre de capitales y personas, la expansión de la economía no choca con aranceles, barreras aduaneras o escollos políticos nacionalistas, pudiéndose extender y hasta deslocalizar por el mundo sin necesidad de operaciones bélicas, salvo las exigidas por el control de las fuentes de energía o la posesión de minerales estratégicos. En consecuencia, las políticas “de defensa” de los sistemas partitocráticos no agotan las reservas nacionales en la fabricación de armamentos, ni condenan al hambre a su población sometida (como pasaba por ejemplo en la URSS y pasa hoy en Corea del Norte). Los fascismos y totalitarismos han resultado fallidos casi siempre y se han desmoronado víctima de sus insuperables contradicciones. Con frecuencia has sido sustituidos por regímenes partitocráticos más o menos imperfectos, es decir, más o menos mañosos, según la presencia débil o fuerte de mecanismos reguladores, e inversamente, según la presencia fuerte o débil del personal del régimen anterior. Alemania, Suecia o el Reino Unido podrían ser ejemplos de partitoeradas autorreguladas, y España, Portugal, Grecia, Italia o Rusia, ejemplos de partitocracias prevaricadoras y mañosas. Tal reconversión se ha aprovechado de la derrota definitiva del proletariado revolucionario y del advenimiento de la sociedad de masas, nunca compensadas con nuevos avances que reanimaran la discusión y el debate social e hicieran posible el retorno de un movimiento obrero radical e independiente en una sociedad de clases.
Podemos aceptar que la partitocracia no es fascismo, aunque se asemeje a él en muchos aspectos – sobre todo en la forma bipartidista – pero tampoco es democracia, ni siquiera “democracia enferma”: en ella no existe separación de poderes, ni debate público, ni mecanismos públicos de control. Es un tipo moderno de oligarquía desarrollista que funciona relativamente bien en las fases de crecimiento económico, y relativamente mal durante las crisis, ya que el sacrificio obligado de un buen número de partidarios, produce un cierto grado de desafección. Las partitocracias se ven cuestionadas por su base social debido a su supeditación al sistema financiero, pero no hasta el punto de apelar a procedimientos- revolucionarios, puesto que sus aspiraciones no van más allá de la reforma electoral, del control de la Banca y de la demanda de inversiones. Las clases medias descontentas – y en general, las masas genuflexas – no rechazan el sistema partitocrático, simplemente exigen unos partidos más acordes con sus intereses y un Estado más keynesiano que solucione los problemas del paro, de la corrupción y del crédito; por consiguiente, sus armas siguen siendo la recogida de firmas, las movilizaciones por delegación, pacíficas y espaciadas, los recursos ante los tribunales… y el voto. Se toman al pie de la letra lo que el régimen dice de sí mismo. Así pues, las clases medias (entj’e las que cabría el proletariado inconsciente, disperso y desmoralizado) no persiguen un enfrentamiento con las instituciones partitocráticas, sino una mayor apertura de las mismas a un frente de terceros partidos y asociaciones. O sea, aspiran a una bautizada “democracia participativa”. Quieren estar correctamente representadas en el régimen, por lo que nunca presentarán batalla ni seguirán a nadie que la presente. Sin embargo, de buena gana participarán en un simulacro mediático, carcasa vacía que sustituye al verdadero conflicto. Mojan la pólvora para que no explote. No obstante, cuando las instituciones dejan de funcionar por quiebra – culpa de un excesivo endeudamiento, fruto de la corrupción o de una simple mala gestión prolongada – se produce ese circunstancial distanciamiento que, al aislar a la clase política y generar una reacción nihilista entre la población marginada, obliga la partitocracia a endurecerse y a aproximarse al fascismo. Sin embargo, ésta no se contenta con una legislación punitiva y fuerzas antidisturbios, sino que recurre a la «zona gris» del colaboracionismo. Hay que utilizar a los partidos ciudadanistas y sindicatos alternativos, a las coaliciones electorales y las plataformas cívicas, a los movimientos sociales y vecinales, etc., tanto por la derecha como por la izquierda, con el fin de apaciguar el descontento y reconducirlo por vías políticas y sociales legalistas. En España, uno se duerme en una asamblea de “indignados” y se despierta votando a Podemos, un remake de Izquierda Unida. En otros países, depositando en la urna la papeleta de la extrema derecha xenófoba, que desempeña ia misma función seudo regeneracionista. Y mientras tanto, la clase política, el verdadero Partido del Estado, salva su modus vivendi, o como ella lo llama, la «gobernabilidad», gracias a una complicación pasajera del mapa político, con nuevos protagonistas mediáticos y unas puertas entreabiertas a la «iniciativa popular», a la participación “transversal” de “los ciudadanos y las ciudadanas”, o incluso al neofascismo, si se requiere un suplemento de terror fuera del alcance institucional.
La partitocracia se consolidó gracias al apoyo de la clase media y las masas desclasadas, pero no se corresponde en absoluto con un gobierno ciudadanista, es decir, liberal y socialdemócrata; es, por el contrario, el gobierno total del capital globalizado, Al estar demasiado fragmentadas, las masas son incapaces de una política independiente y, tanto en épocas de bonanza como en épocas de crisis, se acomodan con las políticas desarrollistas que marcan los dirigentes de la alta burguesía ejecutiva. Pero algo han de decir cuando sus intereses son echados por la borda. La protesta ciudadana, de la que el izquíerdismo vanguardista no es más que una versión arcaizante, es su manera de manifestar el desencanto con los “políticos” y los parlamentos. Que no espere nadie ver transformarse las reivindicaciones “democráticas” consabidas en reivindicaciones socialistas. Que tampoco nadie espere encontrar en las propuestas ecologistas y decrecentistas una defensa del territorio.
No se piden más que reformas y empleos; sin embargo, la partitocracia no puede reformarse ni está para colocar a nadie, sólo cabe derribarla, y eso es precisamente a lo que la clase media no se atreve. No está en su naturaleza. Si se concentraran fuerzas históricas suficientes para destruir la partitocracia, es decir, si los antagonismos entre dirigentes y dirigidos adquieran caracteres más agudos, si se profundizara la crisis social hasta la ruptura con el Estado, una parte de la masa proletarizada las seguiría, mientras que la otra abrazaría la dictadura, el bonapartismo populista o el fascismo abierto, y, entonces, el socialismo revolucionario y libertario se jugaría a doble o nada. Por desgracia, tal como lo demuestra la ausencia de mecanismos populares de autoorganización, esas fuerzas no existen.
Cualquier análisis serio de la partitocracia debe tener en cuenta las relaciones entre la clase dominante, incluida la clase política, las masas desclasadas, las clases medias y los movimientos contrarios al sistema capitalista. La clase dirigente debe asegurar la conexión con las masas mediante el Partido del Estado, neutralizando cualquier oposición resuelta que se forme directamente desde la contestación social. Si ello no sucediera y las protestas se convirtieran en revueltas, la clase dominante abandonaría los métodos pacíficos y conservadores en pro de tácticas propias de la guerra civil, acallándose los lamentos ciudadanistas y transformándose la clase política en partido unificado del orden. Cuando la clase dominante entra en conflicto con la democracia parlamentaria formal tratará de salir mediante leyes de excepción y estados de sitio encubiertos, como ha venido haciendo hasta ahora: el terrorismo indiscriminado desempeña un papel fundamental. Esa es la verdadera función de la clase política y la burocracia obrerista en momentos de crisis aguda, introducir un régimen policial. La clase política o Partido del Estado está para hacer innecesario el siempre arriesgado recurso al golpe militar o al fascismo, pues ella ha de bastarse y sobrarse para hacer de gendarme del capital mundial manteniendo las mínimas apariencias de legitimidad parlamentaria. Conviene ahora recordar que las masas no constituyen exactamente una clase, sino un agregado variopinto de fragmentos sociales, maleable y versátil, por lo que están condenadas a seguir siendo hasta el fin una herramienta del capitalismo. No pueden escapar a las alianzas de emergencia con la clase dominante, puesto que necesitan una “dirección” y no hay otra clase capaz de dársela.
Por otra parte, las clases medias, el componente central de las masas, temen más a la anarquía popular, a la violencia incotitrolada, al anticapitalismo o al desmantelamiento del Estado, que a los impuestos, a los recortes o a las privatizaciones. Están irritadas con los políticos, con el parlamento y con el gobierno, pero todavía creen en ellos, como también creen en los jueces y la policía, en la prensa y el ejército, en los funcionarios y las ONG, en la ciencia y el progreso. Están sentadas en dos sillas, pero puestas ante una alternativa demasiado radical se aferrarán a las ilusiones seudo- democráticas y a los tópicos ciudadanistas del orden. Cualquier cosa antes que aventurarse por los inciertos caminos de la revolución social. No será así en todos los casos, pero sí en la mayoría. Al menos en un principio, cuando la clase dominante y el sistema partitocrático tengan las de ganar. Su papel histórico es subalterno, nunca determinante. El sujeto subversivo no surgirá de ellas, no encontrará en ellas sus ilusiones y su ser.
Hemos apuntado la posibilidad de que de la plena descomposición del capitalismo pueda emerger una clase “peligrosa” dispuesta a cambiar la sociedad de arriba abajo y a eliminar el régimen político imperante. Esta clase o fuerza histórica disolvente habrá de rechazar la ideología ciudadanista tanto como la política profesional mistificadora que hacen los partidos, pues su condición de existencia impone una estrategia disolvente y un proceder independiente e igualitario. Si eso llega a suceder, la cuestión de la clase media y de la masa sumisa manipulable se resolverá por sí sola.
Es muy difícil pensar estratégicamente después de una serie de derrotas decisivas. Los nuevos rebeldes persisten en ignorar la derrota de sus predecesores, pues cuanto mayor ha sido la destrucción del medio obrero y el progreso de la domesticación, mayor es la desorientación y la impotencia en vislumbrar una nueva perspectiva. La historia social registra un gran número de derrotas suplementarias como resultado de una mala evaluación de la derrota principal, en este caso la del proletariado en los sesenta y setenta, empeorada con los intentos de ocultarla o de ignorarla. Tampoco parece que influyan las transformaciones del capitalismo provocadas por la globalización, la crisis energética o la urbanización generalizada. En la guerra social este tipo de comportamiento lleva a la aniquilación de fuerzas, al compromiso efímero y al sectarismo vanguardista y aventurero. Resulta paradójico que quienes más partidarios son de una memoria histórica completa sean los más desmemoriados. Y que quienes se autodenominan la pesadilla del poder, no sean más que la facción indisciplinada y extremista de las clases medias en ebullición.
A lo largo de la historia las crisis sociales han conducido a situaciones explosivas, pero en una atmósfera de confusión y en ausencia de una conciencia clara, las crisis solamente agravan el proceso de descomposición. La mentalidad nihilista y el oportunismo ocupan el lugar de la conciencia de clase, trabajando contra la formación de un sujeto revolucionario, y fomentando subsidiariamente en las masas sentimientos de frustración y de indiferencia. En los medios superficialmente contestatarios faltan análisis serios que destapen las raíces de la cuestión social. El atroz contraste con la realidad tozuda y triste de los ridículos tacticismos ciudadanistas, obreristas e insurreccionalistas, por no hablar de los todavía más penosos montajes lúdicos o estéticos, induce a la pasividad, no a la radicalización. No puede haber radicalización sin toma de concientia, y no hay toma que valga si no se ha evaluado críticamente el pasado. Solamente con buenas intenciones, rabia y escenografías no se va a ninguna parte. Desgraciadamente estamos en los comienzos de una revisión crítica.
El capitalismo continúa venciendo sin encontrar demasiada resistencia. Y el bando de los vencidos continúa sufriendo las consecuencias no asimiladas de sus derrotas.
Miguel Amorós, enero 2013.
Charla del 25 de enero de 2013 en la librería La Mafatesta (Madrid),
y deí 26 de enero en el local de la CNT de Aranjuez.
Editada en la revista Estudios n°9, y como folleto en Desorden distro.
Relectura en septiembre de 2014
para la charla del 27 en el local déla CNT de Elx.
Miquel Amorós,
Filosofía en el tocador,
Argelada, Barcelona, 2016.
ISBN: 978-84-608-5532-3.