José Ardillo, La respuesta del anarquismo a la ciencia, 2010

Resulta un lugar común señalar la veneración que desde sus inicios sintió la filosofía anarquista por la Ciencia. Sin embargo, conviene no olvidar que fue el mismo Bakunin uno de los primeros en alertarnos sobre los peligros que podríamos correr al abandonarnos confiadamente al poder de la ciencia y los científicos.
Supo vislumbrar Bakunin el peligro que había en conceder demasiado poder a unos determinados grupos de expertos en detrimento de la capacidad de juicio de las mayorías, anunciando, ya en sus inicios, como la ciencia podía aliarse con los enemigos del pueblo para someter a éste a un mandato más férreo. Pero además, para Bakunin la ciencia tiranizaba la misma realidad, con sus conceptos disecados, aplastando la vitalidad del espíritu humano y su espontaneidad creadora.

Pero las pocas páginas que Bakunin dedicara a la crítica de la ciencia no hicieron escuela entre los militantes de entonces, y así hemos podido ver como gran parte del pensamiento anarquista hizo depender su ideal de emancipación, entre otras cosas, del progreso de la ciencia.

En cualquier caso, la deuda que el anarquismo sentía para con la ciencia se podría explicar de muchas maneras. En general, todo el progresismo científico decimonónico estaba influido y de hecho era heredero del enciclopedismo y de la filosofía de la Ilustración. La filosofía anarquista surgió entonces y no podía esquivar esa influencia. Casi todas las corrientes de emancipación política de ese período se identificaron con el progresismo de la Razón y de la Ciencia. Era una constante de la época.

Pero además, detrás de la veneración anarquista por la ciencia había otra razón tanto más poderosa. De forma acertada, los agitadores anarquistas pensaban que al pueblo se le privaba del saber y de la ciencia de manera premeditada, con el fin de oprimirle más y mejor. La ignorancia era el atributo del desheredado, del paria explotado por el poderoso. La clase dominante tenía buenas razones para que los trabajadores continuaran en este estado de ignorancia y, sin embargo, pensaban los anarquistas, era el mismo progreso de la ciencia el que ponía al descubierto esta situación de ignominia.

En general, el pensamiento emancipador decimonónico tenía una visión un tanto rudimentaria de la relación entre saber y poder político. Cuando analizaba la ignorancia de la clase obrera no veía que ésta era también fruto del proceso de aculturación producido por la industrialización forzosa. Se pensaba que todo saber objetivo valioso era un producto de la evolución del método científico, ignorando los saberes empíricos de las culturas preindustriales e indígenas. El anarquismo y el socialismo tendían a ofrecer una imagen del saber en exceso dominado por el racionalismo ilustrado y su fascinación por el ideal de la ciencia instrumental. El esquema histórico en el cual se presentaba a la Ciencia y a la Razón como vencedoras sobre las tinieblas y la superstición se aceptaba sin más discusiones.

Por supuesto, el anarquismo, así como Marx y tantos otros, analizaron el fenómeno religioso como producto de la ignorancia y de la debilidad humana y, por tanto, como instrumento de dominación sobre los explotados.

Al despachar así la cuestión de la religión, en este caso el cristianismo, el anarquismo cayó presa de algunas simplificaciones. Era evidente que la religión se había aliado históricamente a los poderes establecidos, pero eso no impidió que muchas revueltas del período preindustrial fueran llevadas a cabo por movimientos de carácter religioso: John Ball, Thomas Münzer o Gerard Winstanley, por citar algunos agitadores religiosos, encabezaron revueltas campesinas de una cierta profundidad que supieron expresar ideales sociales próximos al anarquismo. En cambio, fueron las nuevas clases emergentes, la burguesía y sus propagandistas, las que se sirvieron de la Ciencia y la Razón para decapitar la autoridad de derecho divino, acabar con el Antiguo Régimen e instaurar el capitalismo industrial como sistema más perfeccionado de dominación sobre los pueblos.

Esta ambigüedad patente en la evolución de los ideales sociales no hizo que se tambaleara, en un primer momento, la fe en el Progreso. En un cuadro demasiado esquemático, los pensadores anarquistas vieron, con los anteojos prestados de los ilustrados, que la modernidad había acabado con el mandato oscurantista de las viejas clases en el poder y hacía posible el nacimiento de una sociedad nueva basada en la libertad y en la razón. Evidentemente, los anarquistas no creían que por sí solo el movimiento histórico conduciría a la emancipación, pero tendieron a tomar sin más el ideal de progreso científico heredado de la ideología burguesa, considerando que bastaría la revolución proletaria para liberar las fuerzas de renovación que latían en el seno del mundo industrial. En ese sentido, la reapropiación de la ciencia era una de las primeras tareas que los anarquistas se impusieron.

Hay que decir que los anarquistas no se equivocaban al atacar los últimos residuos de la religión católica que sobrevivían parasitando las instituciones y la vida cultural, en particular, en un país como España donde el catolicismo ejercía una función represiva muy destacada. Era cierto que la Iglesia, para poder conservar algunas parcelas de control y tutelaje sobre la población, necesitaba oponerse al “iluminismo” y al avance de la Ciencia. La Iglesia misma había quedado en un segundo plano ante los ataques de la sociedad liberal y el dogma religioso se volvió aún más rancio y coriáceo cuando tuvo que competir con la filosofía burguesa y los llamados “librepensadores”. Pero aunque a fines del siglo XIX la Iglesia católica y, en general el cristianismo, seguía teniendo una enorme presencia en Europa, su doctrina había sido desplazada del centro. Los logros de la ciencia y el racionalismo venían preparando ya el terreno desde hacía siglos. Cuando los anarquistas llegaron, consideraron necesario batirse contra la cáscara vacía de una doctrina, de una fe en harapos que se aferraba como podía a la piel de la vida colectiva para proteger su influencia. En pocas palabras, los anarquistas contemplaron entusiastas el advenimiento de la edad científica porque veían en ella la victoria de la luz y de la razón sobre la superstición y la ignorancia, pero sería más exacto decir que con la ciencia llegaba una nueva época de culto: la ciencia, como intuyó Bakunin, convertida en una nueva religión positivista, aliada con el poder, inaugurando una nueva forma de opresión.
La mayor parte de los anarquistas fueron demasiado ingenuos al pensar que el progreso científico se pondría de su lado desde el momento en que la ciencia dejara de ser utilizada como un útil de propaganda clasista. Así, los anarquistas combatieron a Malthus, a Spencer, a Huxley, a Lombroso, y a todos aquellos que intentaban justificar el estado de cosas con un aparato supuestamente empírico y objetivo. Si el científico era un héroe en la lucha por imponer la verdad, como lo fue Galileo, se trataba de derrotar a los que querían manipular la verdad con fines despreciables. La ciencia burguesa, después de la Iglesia, era el segundo enemigo ideológico a batir.

En resumen: una vez derrotadas las religiones y los cultos irracionales, una vez desenmascarada la impostura burguesa frente a la ciencia, la verdad se abriría camino y apoyaría de forma natural el proyecto universal de emancipación. ¿Hasta que punto este progresismo pudo pesar en la obra política del anarquismo?
Corresponde a Kropotkin, uno de los grandes teóricos del anarquismo y además científico de prestigio, el haber querido integrar el análisis social anarquista dentro de la corriente intelectual progresista del siglo XIX. Leyendo su ensayo La ciencia moderna y el anarquismo se podría llegar a pensar que Kropotkin consideraba al anarquismo como el vástago natural, en clave política, del discurso científico. Como él mismo lo expresa en la traducción de Ricardo Mella:

“El anarquismo es el resultado inevitable del movimiento intelectual en las ciencias naturales iniciado hacia fines del siglo XVIII y que paralizado por el triunfo de la reacción en Europa, subsiguiente a la derrota de la revolución francesa, floreció de nuevo en todo su apogeo sesenta años después.”

El científico social, para Kropotkin, sería capaz mediante la observación rigurosa de desentrañar los rasgos de la sociedad y de sus instituciones de poder:

“Sobre la base de los principios históricos acumulados por la ciencia moderna, [el anarquismo] ha demostrado que la autoridad del Estado, que crece constantemente en nuestros días, no es en realidad más que una nociva e inútil superestructura que para los europeos data solamente en los siglos XV y XVI.”

Y más arriba había afirmado:

“Representa el anarquismo un ensayo de aplicación de las generalizaciones obtenidas por el método inductivo-deductivo de las ciencias naturales a la apreciación de la naturaleza de las instituciones humanas, así como también la predicción sobre la base de esas apreciaciones, de los aspectos probables en la marcha futura de la humanidad hacia la libertad, la igualdad y la fraternidad […]”

No se deja engañar Kropotkin como lo hiciera cierto “socialismo científico” al creer en una marcha ineluctable de la sociedad capitalista hacia la sociedad igualitaria. Lo que interesa aquí es ver la importancia que el método científico adquiere como instrumento de análisis social dentro de la perspectiva kropotkiniana. El valor de la obra del anarquista ruso está precisamente en su abnegada lucha por buscar la verdad, en utilizar el arsenal de sus observaciones directas de la realidad y la naturaleza. Libros como El apoyo mutuo, El Estado o la Historia de la revolución francesa provienen de ese esfuerzo desinteresado por defender la verdad intentando enunciar principios generales (el apoyo muto como factor de evolución o la emergencia histórica del Estado como forma de opresión) a partir de la inspección rigurosa de los datos.

La aportación de Kropotkin consiste en haber ampliado los horizontes de la reflexión política. Su respuesta al darwinismo social, que algunos prefieren llamar simplemente “spencerismo social”, en su obra El apoyo mutuo, ayudaba a integrar la historia de las instituciones humanas en el cuadro de la evolución natural de las especies, pero allí donde otros hablaban de lucha por la supervivencia y adaptación de los más aptos, él se reclamaba de la solidaridad como principio básico para la conservación de la vida. Sus dotes como geógrafo y geólogo enriquecieron su filosofía social y hoy sus escritos siguen siendo una referencia.

Pero a diferencia de Bakunin, Kropotkin no supo ver el peligro que podía suponer la formación de una ideología científica. Tampoco imaginaba que la comunidad científica podía llegar a formar una verdadera élite de expertos al servicio de los intereses de la clase dominante. Finalmente, era demasiado optimista con relación a las aplicaciones técnicas e industriales de la ciencia.

Su amigo Elisée Reclus, también geógrafo y hombre de ciencia, intuía el problema que podía conllevar el conocimiento científico en tanto que saber fragmentado. En su obra más conocida L’homme et la terre, y refiriéndose a los científicos afirmaba: “Ellos corren, desde un punto de vista moral, un peligro particular que deriva de una excesiva especialización […]” Y Reclus estaba lejos de ver hasta que punto ha llegado hoy la fragmentación del saber científico… El mismo encarnó la figura del sabio que abarca un saber enciclopédico, y una buena parte de su obra es hoy recuperada para la crítica ecológica. Su entusiasmo por el Progreso estaba a menudo mitigado por un diálogo constante con las aportaciones de tantos pueblos de la antigüedad y de la prehistoria.

El anarquismo, como vemos, se enriqueció notablemente del ideal científico de la época: el gusto por la observación y la contrastación, la autocrítica y el rigor, la búsqueda de la verdad y de un saber universal, etc. Pero la cuestión de la ciencia convertida en “cientifismo”, la mercantilización del saber científico, los excesos de la tecnología, etc. siguieron sin respuesta.

En uno de los textos básico del movimiento libertario ibérico, El proletariado militante, de Anselmo Lorenzo, encontramos a veces la manifestación de la fe en la ciencia que iluminaba los primeros pasos del anarquismo:

“¡Libertad de cultos! ¿Qué es, qué significa que nos den la libertad de cultos en una ley, si nos prohiben de una manera absoluta, por medio de la organización social, la entrada en el templo de la ciencia, verdadero culto que hace de cada hombre un Dios?…”

Diversos historiadores han documentado esta pasión por la ciencia en el anarquismo ibérico. Las publicaciones de entonces están repletas de referencias a obras científicas y de las controversias científicas que animaban la época. Darwin, Galileo, Haeckel, se convirtieron en figuras heroicas luchando contra el prejuicio y la superstición. A la vez, la nueva ciencia ensanchaba la mirada del hombre y desmitificaba la naturaleza y el cosmos, hacía posible la transformación del medio físico y ponía al alcance de todos la soñada abundancia. En su libro Musa libertaria, Litvak dedica justamente un capítulo a la ciencia y al anarquismo:

“Los anarquistas heredaron del positivismo la poesía del porvenir de la ciencia, así como el canto a los heroísmos que suscitaba. El orgullo del hombre, dueño de los elementos y hacedor de máquinas enormes y delicadas que lo ayudan en la empresa de conquistar el mundo.”

Y más abajo:

“Los poetas anarquistas celebran dignamente la ciencia aplicada, que agranda los horizontes, hace retroceder los límites del universo y quintuplica el poder del hombre aumentando su bienestar.”

Uno de los autores que con más agudeza ha descrito el cientifismo de los anarquistas, el historiador José Alvarez Junco, insiste además en la idea que estos tenían de unan sociedad racionalmente organizada. El “positivismo” de los anarquistas recupera, en muchos aspectos, la empresa de Comte y de Saint-Simon. La lógica científica, aplicada a la evolución social, tenía que dar por resultado una sociedad gestionada de manera diáfana según los principios del método experimental. La ciencia cerraría definitivamente el paso a todas las pulsiones atávicas de las épocas anteriores. Alvarez Junco señala en ese sentido en su obra La ideología política del anarquismo español (1868-1910):

“El dominio del hombre por el hombre, en definitiva, dejaría paso a la administración científica sobre las cosas, respondiendo así los anarquistas a la tradición positivista y socialista utópica. El positivismo puede interpretarse hoy como doctrina de carácter conservador, racionalizadora y estabilizadora del orden social tras la Revolución francesa, pero en la España de fin de siglo, carente de una base social burguesa y de un desarrollo intelectual comparables a los franceses, se enfrentaba con una fuerte oposición en los medios conservadores.”

Los anarquistas ibéricos tuvieron que enfrentarse a una cuestión paradójica: ¿cómo combinar el cientifismo con la creencia en la existencia de un deseo instintivo en el hombre para buscar la justicia y la solidaridad? Si lo que escapaba a la ciencia era susceptible de recaer en lo informe, lo irracional, lo bárbaro, pero por otro lado Kropotkin había intentado demostrar científicamente que los instintos de comunidad y apoyo mutuo eran constantes en la naturaleza humana ¿cómo se hacía concordar el progreso científico con las tendencias innatas de la especie? ¿Era cierto que la ciencia se abría paso entre las tinieblas o tal vez era necesario matizar esta oposición entre razón e instinto, entre cultura y naturaleza?

El historiador Álvaro Girón Sierra ha intentado justamente explicar esta paradoja. Por un lado, los anarquistas españoles asumieron la lección kropotkiniana sobre el apoyo mutuo, que les ayudó a contrapesar las simplificaciones del darwinismo social en cuanto a la lucha por la vida, la supervivencia de los más aptos, etc. Siguiendo los argumentos de Kropotkin nos dice:

“[…] los instintos sociales subyacentes a la práctica del apoyo mutuo, son siempre favorecidos por la selección natural. Pero hay más. Existe una tendencia general de la vida hacia la sociabilidad.”

El problema es que esta tendencia a la sociabilidad deviene instintiva, por tanto, no racional. Los anarquistas, influidos por el positivismo, no pueden aceptar sin más este carácter inconsciente e irracional del apoyo mutuo, factor privilegiado de evolución. La ciencia debe ser el útil que ayude a instalar sólida y racionalmente esta tendencia innata en el seno de la sociedad emancipada. Como bien lo explica Girón Sierra:

“Nos dirigimos a una reformulación cientifista del gran problema teodiceico del origen del mal en el mundo que permite, en cierta manera, preservar la creencia en la bondad natural del hombre. El hombre primitivo obedecía instintivamente la ley del apoyo mutuo, pero carecía de un conocimiento racional de ella. Esto permite explicar que esa ley se aplicara de manera inadecuada.”

Girón Sierra cita precisamente un fragmento escrito por la Redacción de la revista Natura, de 1905, que respondía a los argumentos individualistas y nietzscheanos de Comas Costa:

“[…] a la extraña y burguesa interpretación de la darwiniana lucha por la existencia, nosotros oponemos la científica del apoyo mutuo, de la asociación por la vida, base y factor primordialísimo de toda evolución del reino animal y del progreso de las sociedades.”

Es decir, que el apoyo mutuo sólo podía ser verdaderamente apreciado si se convertía en riguroso objeto de ciencia.

Todos estos autores han estudiado la ideología y la cultura anarquista en el periodo que va desde la eclosión del pensamiento anarquista hasta los inicios de la Primera Guerra Mundial. Pero como dice Álvarez Junco:

“Probablemente, como ocurría con el racionalismo y el cientifismo, los anarquistas mantuvieron su fe hasta mucho más tarde de que estos conceptos fueran revisados críticamente por los ideólogos oficiales.”

No sabemos quién puedan ser estos “ideólogos oficiales”, pero estamos de acuerdo con Álvarez Junco cuando añade:

“Hoy, sin embargo, los marginales grupos de inspiración libertaria existentes figuran entre quienes acogen con mayor fervor los temores ante la futura sociedad técnica, en la corriente distópica de Orwell o Huxley, lo que demuestra que había en la ideología anarquista otros elementos que hacían posible la ruptura con la “ilusión de la finalidad” y la apertura hacia el “reinado de la imaginación” […]”

Los acontecimientos bélicos y los desastres industriales han ilustrado hasta qué punto la ciencia escondía poderes susceptibles de escapar al control de la humanidad para volverse contra ella. Aparecieron críticos lúcidos de la ciencia y la tecnología como Mumford, Ellul, Fromm o los sociólogos de la Escuela de Frankfurt. Los movimientos ecologistas surgidos sobre todo en Norteamérica sirvieron de contrapunto a los desórdenes provocados por los abusos de la tecnología, la agricultura industrial, etc.

Uno de los escritores libertarios estadounidenses, Paul Goodman, hoy casi olvidado, insistió justamente en la necesidad de analizar la función que la ciencia debía desempeñar en la sociedad. En una de sus últimas obras, La nueva reforma. Un nuevo manifiesto anarquista (1971), hacía un balance del legado de la ciencia contemporánea. Lejos de rechazar la ciencia y la tecnología, Goodman ve en ellas una fuente de crecimiento del espíritu y de la cultura humana. Valora lo que hasta el momento ha significado la actitud científica como ejercicio de honestidad, humildad y veracidad, y piensa que la ciencia puede fomentar una comunidad de saberes compartidos a escala internacional.

Sin embargo, no deja de advertir del rumbo perverso que la ciencia ha emprendido en la sociedad moderna:

“En los países occidentales, la ortodoxia científica reza que la ciencia es neutral; en los países comunistas, es sierva (teóricamente) de la ideología. Pero, en ambos casos, por su financiación y organización, la ciencia y la tecnología están orientadas a sólo unos pocos, y nada ideales, fines nacionales.”

Goodman advierte cómo la ciencia se ha integrado en los esquemas de la tecnocracia y se ve arrastrada a la satisfacción de necesidades artificiosas de la sociedad de masas:

“Lejos de gobernar, científicos e ingenieros son hoy personal empleado por los sistemas organizados privados o públicos y literalmente irresponsables de los proyectos y programas que realizan. Las prioridades de estos programas soslayan las necesidades humanas esenciales.”

Por supuesto, y como partícipe de la oleada radical de los años sesenta, Goodman exige una descentralización de los aparatos de poder y decisión que gobiernan sobre la actividad científica y apuesta por que la ciencia se abra a la sociedad y cumpla una verdadera utilidad pública dentro de una cultura ecológica consecuente. Rechaza en general el gigantismo tecnológico y aboga por una relocalización de la técnica y de los medios de producción. A diferencia de los anarquistas decimonónicos, no piensa que la industrialización sin más pueda contribuir al beneficio de la sociedad en su conjunto, en especial cuando se refiere a las llamadas naciones “subdesarrolladas”.

Como pensador anarquista de la ciencia, Goodman puede a veces resultar demasiado ambiguo. A pesar de sus acertadas críticas a la tecnocracia y al imperialismo económico, Goodman siente una gran atracción por la carrera espacial y contempla la empresa científica en general como una necesidad irrenunciable de la cultura humana. En eso no se diferencia de los anarquistas del periodo precedente.

En lo esencial, Goodman no ataca la metodología de la ciencia y sus aspiraciones a un conocimiento objetivo de la realidad, sino su apropiación ilegítima por la clase dirigente. Aunque podríamos preguntar cuál sería el aspecto que tomaría la investigación científica en una sociedad igualitaria y descentralizada, como la deseada por Goodman.

El controvertido Paul Feyerabend intentó dar algunas respuestas a estos interrogantes en su libro La ciencia en una sociedad libre (1978). Feyerabend, filósofo de la ciencia bien conocido, se reclamó de una “epistemología anarquista” con el fin de hacer explícito el carácter no necesariamente metódico del avance del conocimiento científico. Frente a la visión clásica y ortodoxa del método científico, Feyerabend insistió en que la ciencia era otra cosa distinta a lo que sus mismos practicantes consideraban. Desmontó, o intentó desmontar, el mito de un método científico riguroso y, más allá, cuestionó la base supuestamente racional que subyace a los descubrimientos científicos. Pero lo más importante de su aportación es el ataque que lanza al conformismo y la cerrada ortodoxia de los científicos, a los que denuncia como clase organizada en torno a una visión doctrinaria del saber que excluye otras formas de conocimiento posibles. Feyerabend va mucho más lejos que Goodman en algunos aspectos, ya que ataca el corazón mismo de la doctrina científica sobre objetividad, racionalidad, etc. Pero para lo que aquí nos interesa, Feyerabend pone el dedo en la llaga cuando señala el carácter profundamente ideológico de la ciencia en nuestros días. Pone en cuestión la supuesta superioridad del conocimiento científico y considera que la ciencia se ha convertido en la religión oficial del Estado, como lo fue el catolicismo en otras épocas. En cualquier caso Feyerabend no se considera un anarquista, al menos un anarquista en lo político. Cuando pide la separación entre ciencia y Estado no dice nada de la existencia misma del Estado. Pero esto no quita interés a su polémica. Efectivamente ¿por qué hay que dar por hecho que la investigación científica es beneficiosa para la sociedad? ¿Y por qué la sociedad debería seguir invirtiendo tantos esfuerzos para mantener la investigación? Y, en especial, ¿por qué la ciencia – tal y como la consideramos en Occidente – debería ser privilegiada frente a otras formas de establecer el conocimiento de la realidad?

En la sociedad moderna, la institución científica ha adquirido un monopolio incontestable sobre el saber. A pesar de todos los desastres producidos por la agricultura industrial, la producción mecanizada, la medicina científica, el desarrollo de armamentos, etc., esto no ha hecho que la sociedad retire su confianza a la comunidad científica. Para Feyerabend, la simbiosis Estado-Ciencia es una amenaza para la democracia, y así puede escribir:

“La misma empresa [la ciencia] que una vez dotara al hombre de las ideas y de la fuerza para liberarse de los temores y los prejuicios de una religión tiránica le convierte ahora en un esclavo de sus intereses.”

Su petición de una participación directa del ciudadano en las decisiones que la sociedad toma en cuanto a lo que es deseable o no hacer objeto de investigación, así como la propuesta de un pluralismo de métodos y saberes – abierto a otras tradiciones de pensamiento y de práctica – van en el sentido de una filosofía libertaria.

En otoño de 2004, la revista francesa Réfractions. Recherches et expressions anarchistes publicó un dossier enteramente dedicado al problema de la ciencia, su relación con el poder, y especialmente, la actitud que el anarquismo debía adoptar frente a dicha cuestión.

Los coordinadores del dossier, científicos declaradamente libertarios, situaron de forma lúcida los problemas más importantes. En primer lugar, reconocían que la ciencia había significado para muchos un factor de progreso y emancipación, admitiendo enseguida que la “era científica se había acompañado de un exceso de optimismo y había dado lugar a corrientes extremas (cientifismo, positivismo político y religioso, etc.) haciendo de la ciencia un nuevo dogma”.

Enumeraban la larga lista de catástrofes ecológicas y militares hijas de la invención científica aliada al poder. Pero a la vez, inquietos por la ola reactiva anti-científica, relativismo, culto al irracionalismo, etc., reconocían la necesidad de encontrar un punto de equilibrio entre los excesos del cientifismo y el extremismo anti-razón.

De manera honrada, no dudaban en admitir que “detrás de las elecciones de valores de los científicos se disimulaban con demasiada frecuencia relaciones de fuerza”. Por tanto rechazaban la idea demasiado in-genua de la neutralidad de la ciencia. Estando la institución científica atravesada por las exigencias del poder ¿cómo efectivamente declarar la ciencia inocente?

Así que declaraban:

“Para nosotros, en tanto que anarquistas y en tanto que científicos, las relaciones existentes entre ciencia y poder constituyen un problema en sí mismo; por desgracia, denunciar las relaciones de fuerza que se ocultan detrás de la pretendida neutralidad de los expertos científicos no bastará para resolver la cuestión.”

Teniendo en cuenta estas premisas, los autores pretendían justamente llegar a análisis que ayudaran a restablecer los puentes entre ciencia y sociedad, para lo que proponían, a la manera de Goodman y Feyerabend, un ideal de democracia participativa que integrara la misma investigación científica. Desde luego, algo hoy impensable bajo el modelo social que padecemos.

En cualquier caso, varios de los artículos que incluía el dossier no dejaban de mostrar los mismos viejos prejuicios cientifistas apenas disimulados por una apariencia de apertura al diálogo. Aun tratándose de un intento muy válido de puesta a punto de la cuestión, decepcionaba un poco no encontrar en el dossier elementos de una verdadera confrontación de ideas entre las posiciones más refractarias y las más, por llamarlas de alguna manera, tradicionales.

Hay que decir que este dossier de Réfractions es contemporáneo de diversas manifestaciones críticas en cuanto a la ciencia en el medio radical francés. En efecto, y siguiendo a la oleada de acciones de rechazo que provocó en Francia la ingeniería genética aplicada a la agricultura, se produjeron análisis que iban en el sentido de una crítica anti-cientifista. A finales de los años noventa y principios de este siglo, aparecían en la editorial Encyclopédie des Nuisances varias obras y textos que cuestionaban la legitimidad de la tecnociencia y que denunciaban los desastres de la agricultura transgénica. Poco tiempo después surgieron pequeños grupos que centraron sus análisis directamente en la crítica global de la ciencia y la tecnología. Estos grupos, de clara orientación anti-autoritaria, han supuesto una saludable renovación del pensamiento anarquista.

Uno de estos grupos, Pièces et main d’œuvre, más conocido simplemente como PMO, han desarrollado una labor muy importante en el terreno de la crítica de la nanotecnología, teniendo en cuenta que Grenoble, la ciudad en la que actúan, es el enclave privilegiado por las industrias y laboratorios lanzados a la promoción de esta nueva tecnología. Con la edición de su boletín y sus acciones de protesta han atraído hacia sí la ira de las autoridades y las fuerzas del orden, lo que no ha impedido que sigan con su labor. Como en el caso de la biotecnología, PMO han denunciado una y otra vez la opacidad en la que se desarrolla la investigación sobre las nanotecnologías, los intereses inconfesables que existen detrás, así como las posibles consecuencias ecológicas y sanitarias que la introducción de estas tecnologías pueden tener en la sociedad y en la naturaleza. Hoy Francia invierte grandes cantidades de fondos en este nuevo filón industrial, sin que los ciudadanos sepan apenas de qué se trata. Para un grupo como PMO es claro que la supuesta neutralidad científica no es más que un mito que se derrumba por sí mismo. Como decían en uno de los libros que han editado en los últimos años:

“Se puede discutir sobre las aplicaciones ʻbuenasʼ o ʻmalasʼ de la investigación, mantener que la ʻherramienta es neutraʼ, y cuestionar sólo su utilización, que no ʻhay que arrojar el bebé con el agua de la bañera», que hay que ʻseparar el grano de la pajaʼ etc., pero hay un hecho que permanece indiscutible: en un mundo donde se oponen dominadores y dominados, todo ʻprogreso del conocimientoʼ sirve primero a los dominadores, por tanto sirve para dominar, y en la medida de lo posible para volver esa dominación irreversible.” [Aujourd’hui le nanomonde. Nanotechnologies un projet de société totalitaire, éditions L’Échappée, 2008]

Dado que Francia es un país pionero en la investigación, con un presupuesto destinado a la ciencia superior al de países como España, todas estas cuestiones tienen allí un peso particular. La conciencia de una ecología humana y social ha desarrollado en algunos sectores contestatarios un sentimiento de rechazo radical al cientifismo.

El grupo Oblomoff, que surgió en París a partir de un grupo de jóvenes investigadores y universitarios, ha promovido igualmente un debate radical sobre la función de la ciencia en la sociedad. Debate que hasta hoy se mira de soslayo pero cuya presencia no se puede negar. Con la difusión de textos y panfletos, Oblomoff ha intervenido en discusiones y jornadas científicas mostrando su protesta y llamando a la acción directa contra la apatía de los ciudadanos frente a la alianza entre ciencia y poder. En la presentación a una recopilación de escritos de agitación que el grupo ha editado recientemente se podía leer:

“Hacemos un llamamiento a establecer lazos todavía posibles entre todas las personas que, surgidas o no del medio científico, a veces sin conocerse intentan resistir al avance de la tecnociencia. La cuestión no es acercar la ciencia al ciudadano, sino romper la lógica del informe de los expertos, de denunciar la mentira de la neutralidad de la investigación y de impedir que la ciencia contemporánea contribuya, día a día, a destruir la política, reemplazándola por una cuestión técnica.” [Un futur sans avenir. Pourquoi il ne faut pas sauver la recherche scientifique, éditions L’Échappée, 2009] [1]

Estos grupos hablan ya explícitamente de «tecnociencia», asumiendo que la investigación científica es hoy un terreno completamente dominado por las aplicaciones tecnológicas e industriales. Por ello denuncian el mito de la «ciencia pura», de la «investigación fundamental», señalando la responsabilidad de los científicos en la producción de saberes que, de una forma u otra, sirven a la legitimación y perfeccionamiento del actual sistema de dominación.

En el presente, el impacto de estos grupos no deja de ser minoritario, pero esto no resta importancia a su actividad. De hecho, la persistencia de estas corrientes, en cuanto a publicaciones, análisis e intervenciones, es signo de su importancia con relación a otras variantes en las que el anarquismo ha podido declinarse en los últimos tiempos (insurreccionalismo, anarcoprimitivismo, antimundialización, etc.).

¿Podemos encontrar un paralelo entre la crítica de moledora que los primeros anarquistas dirigieron a la religión y la que hoy esbozan estos grupos contra el dogmatismo científico? Aunque aquí no podemos cerrar con una respuesta concluyente, sería deseable al menos que esta pregunta recibiera la atención que se merece.

José Ardillo

 

Publicado originalmente en tres partes
en la revista Al Margen de Valencia
en los números 75, 76 y 77, entre 2010 y 2011.

Más tarde apareció también
en folleto como parte de una recopilación
de textos, editados por CMR (Alcoi).

 

José Ardillo,
Ensayos sobre la libertad en un planeta frágil,
ediciones el Salmon, septiembre 2014.

 

Se puede reproducir este texto tranquilamente.

 


[1] Un futuro sin porvenir. Por qué no hay que salvar la investigación científica, de próxima aparición en castellano en Ediciones El Salmón. [Nota para la presente edición]

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